15 de Mayo (II)

Siempre me impresiona el ritmo de la gente de Buenos Aires, cómo tienen que densificar el tiempo para sobrevivir y hoy le escribí a Cati esta frase que creo que es cómo entiendo lo que pasa, expresado en términos aritméticos : Por un euro de acá hay casi cuatro pesos de allá pero por un minuto de acá hay sólo un cuarto de minuto de allá…Creo que así son las cosas…

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15 de Mayo

El otro día en la Facultad comiendo se habló de la convivencia, de los hombres, de las mujeres…Y será cultural, será del cerebro, pero todos estábamos de acuerdo en que las mujeres necesitamos hablar mucho más. Y que la familia tal como es ahora hace que la mujer hable con el marido y que él necesite su aislamiento. Pero ya se, hay casos al revés, y nada es como los estereotipos, pero quizás sean los siglos de parloteo en la cocina donde convivían abuela, tías, personas de servicio, y todo un mundo femenino que hablaba a su gusto mientras el hombre hacía su vida en la calle… Quizás esa cultura quedó impresa en el cerebro y ahora todo es distinto, ya no hay mujeres con quien hablar y los hombres todavía no han aprendido. Y el amor, y la convivencia compartiendo y respetando espacios, pueden practicarlas pocos hombres y mujeres, los hay y es lo más hermoso, es lo que da una vida plena, pero no es lo de todos, ni lo de siempre.

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JotaCé entre dos mundos

JotaCé entre dos mundos
Cuento de Navidad

Caminaba casi corriendo por las sendas del Parque Chacabuco. De cada una de sus manos, de cada uno de sus dedos, salía una larga correa. En su punta iba atado un perro que paseaba orgulloso su color y su pelambre bajo el sol de verano.
Buenos Aires es una ciudad donde los perros tienen entrenadores a su servicio, hacen fitness irguiendo el cuello, estirando la cabeza; la nariz henchida de oxígeno y perfume de hierba húmeda. Igual se sentía JotaCé, paseador de perros, quien todos los días por la mañana daba la vuelta alrededor del parque y por la tarde los hacía correr por la hierba.
No tenía que usar silbato ni gritarles: con un leve movimiento de correa los dirigía como eximio jockey, controlaba su andar y sus carreras. JotaCé, cuando salía con ellos, sentía como si su cuerpo tuviera seis cabezas y veintidós pies. Paseador, ese era entonces su ser: él y los perros, los perros y él, bajo el sol, bajo la lluvia, con viento, con calor, con frío… Gozaba con esos paseos, su mente observadora y creativa iba descubriendo lugares, personas, situaciones, que luego vertía en sus cuentos.
Era un veinticinco de diciembre, a esa hora temprana en que las sombras se extienden sobre el suelo. JotaCé, al completar la vuelta, vio a su joven vecina que, sentada sobre la hierba, vigilaba a su cachorro y lo saludaba con la mano en alto.
—¡Feliz Navidad!— le gritó desde el camino, ya dispuesto a pasar bajo la autopista para terminar la ronda. Era allí donde los ladridos resonaban y tenía que cuidar que la mujer que había organizado en ese rincón su casa no les tirara piedras. Sintió que el aire vibraba como el agua de un lago tranquilo recibiendo una lluvia de pequeños guijarros, y vio del otro lado algo que no esperaba: no estaba más el sendero por el que siempre hacían el último tramo del paseo, tampoco la carretera sobre sus cabezas; se encontraba bajo un edificio que formaba puente apoyado en dos enormes pilares. El camino se había transformado: lo flanqueaba a un lado un muro de grandes piedras y al otro las rocas, el mar y los barcos. El parque era ahora un puerto; la senda, un largo dique con una señal en la punta. Las casas se habían alejado, verdes colinas asomaban en el horizonte y la joven que, desde el pasto, lo saludaba con la mano había desaparecido. En su lugar vio a su amiga BeBé, sonriente, sentada sobre una roca, saludando también con la mano. Observó el sol, vio que estaba justo en el cenit y supo que era mediodía. Los perros levantaron la cabeza, olía a yodo, y el viento les pegaba en el cuello. El perfume intenso del mar y la fuerte brisa los emborrachaba y tiraban queriendo llegar al agua.
JotaCé reconoció la bahía, sabía dónde estaba —había visto tantas veces las fotos—: allá, del otro lado de la autopista, más allá del Río de la Plata, del otro lado del océano. BeBé los guió a lo largo de la costa y pasaron muy cerca de la Torre de Hércules. Ella ya le había escrito contándole la leyenda y la historia de ese antiguo faro romano cuyo haz de luz ha girado desde entonces iluminando la noche. Y siguieron andando hasta llegar a la playa, que forma un amplio semicírculo que abraza al mar, con la silueta de los altos edificios detrás dibujando sobre el cielo un horizonte cercano. Y otra vez los perros se excitaron, tiraban para bajar las escaleras y, liberados de sus correas, se abalanzaron hacia el agua, mojándose las patas, revolcándose en la arena. Mientras, JotaCé y BeBé festejaban su encuentro: gozaban el contacto del agua y la espuma en sus pies desnudos, al tiempo que elevaban la voz por sobre el constante quejido de las olas al morder la orilla, él recitando poemas y ella contestando con canciones de ese otro mundo.
Continuaron su camino. «Acá no hay paseadores», le decía Bebé cuando JotaCé le preguntó por qué lo miraban con curiosidad. Y entonces le contó que sólo se podían encontrar fieros guardianes en las casas rodeadas de jardines de las afueras de la ciudad, pero que en esa zona tan urbana se veían cada vez menos perros y que por ello, él y los suyos resultaban personajes nuevos.
Al llegar al centro de la curva de la rambla que bordea la playa, se apartaron de la costa y recorrieron las estrechas callejuelas. Allí pudo reconocer el encaje de las fachadas de madera y vidrio de las que tanto había oído hablar, contempló las vidrieras desbordantes de bichos marinos invitando a la comida y escuchó el cantar de la gente de esa tierra al pasar a su lado. Hasta que alcanzaron la casa de BeBé y subieron por la antigua escalera; los perros se echaron sobre el suelo de la galería mientras el paseador reposaba…
Más tarde volvieron a salir bajo ese cielo que él no podía reconocer. La luna se asomaba pálida dibujando una C —la noche anterior, desde el jardín de su casa, él la había visto brillar mirando hacia el otro lado—, y las nubes y el aire frío contrastaban con el calor de aquella mañana en el Parque Chacabuco.
Fueron a ver el gran barco que, al final de esa mañana, igual que el paseador, había llegado a Puerto; y caminaron lentamente por el muelle, se sentaron un rato en los bancos para contemplar la costa iluminada, sintieron otra vez el olor a mar penetrando a través de la piel y, volvieron por el largo dique donde se habían encontrado, para llegar hasta la punta y mirar el paisaje de los montes que se adentran como dedos en el mar.
Al pasar bajo el edifico de los altos pilares, donde el viento se arremolina, vibraba el aire; él volvió a sentirlo como el agua de un lago tranquilo recibiendo una lluvia de pequeños guijarros y, uno a uno, los perros fueron desapareciendo y tras ellos JotaCé, que sentía cada vez más tensas las correas, fue arrastrado detrás y se esfumó tras las ondas brumosas del anochecer, mientras daba vuelta la cabeza y miraba con aire extrañado a su amiga.
Ella quedó allí, sin el paseador y sin sus perros, viendo delante sólo el vacío. Entonces se preguntó si lo habría imaginado, si todo habría sido un sueño…
JotaCé se encontró bajo la autopista, miró para atrás; su joven vecina lo seguía saludando con la mano en alto desde el pasto, los perros tiraban para tomar el camino que los llevaría a su casa, el sol de la mañana dibujaba sombras largas sobre el suelo. Se restregó los ojos, esperaba ver el puerto, los barcos, el oscuro cielo, a su amiga BeBé mirándolos cada vez más lejos; pero todo eso había desaparecido.
Entonces se preguntó si lo habría imaginado, si todo habría sido un sueño…

23/12/2004 – 10/05/2005
@ 2005

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1 de Mayo

Puede que viva mucho, pero si no , no importa. Lo que importa es haber vivido bien, y yo viví bien, tuve suerte, sobre todo con la gente con la que compartí, con la que comparto, mi vida. Ahí quedarán mis cosas y los recuerdos, que es como uno pervive, en la memoria de los demás.
Sólo quiero decir eso: si sigo, bien, si no, también. No tengo, que yo sepa, ninguna enfermedad. Pero hay algo que siento , es algo profundo, que uno es finito y que en cualquier momento puede desaparecer. Y por si alguna vez desaparezco , quiero decir que no me angustia, que no lo lamento, porque siento que viví plenamente, no siento cosas pendientes y se que la vida es así, en algún momento hay que dejarla y cuando sea el momento, será. si vivo treinta años más, como mi abuelo, disfrutaré y quizás hasta escriba mi novela… Creo que es bueno hablar de la muerte, nadie lo hace, es como un sueño cósmico, agradable quizás después de tanta energía gastada a lo largo de la vida y quizás uno se despierte luego, como piensan algunos, pájaro, o perro, o caballo…y recomience la rueda. O quizás sea un poco de polvo cósmico flotando entre las estrellas…o pura energía. No está mal. Creo que las tareas inevitables están terminadas y ahora disfrutaré los bises, o el tiempo de descuento, o como querramos llamarlo…

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26 de abril

Pero las cosas son cuando pasan por al lado de uno, no se pueden hibernar y luego despertar cuando uno cree… Eso es así con todo…Creo que es lo fascinante de la vida, eso de que las cosas pasan al lado de uno y uno tiene que tomarlas ahí; enseguida son totalmente otra cosa, se corrieron en el espacio-tiempo…y hay que pasar a la otra cosa, a lo que pasa en el otro momento… Eso es lo que hace que uno, por suerte, pueda ser feliz.

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Aquel día del árbol

Recuerdo posible, recuerdo imaginario…
a mi hijo Pablo, que me dió la idea

A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. (…) Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde
Julio Cortázar: Ómnibus, 1951

Él ya no está, pero yo sí y he vuelto a recorrer el barrio. Un relámpago de luz dio en mi cara, como aquella mañana en que estaba con la pala, tan alta como yo misma, en la mano. Escuché otra vez los pasos, escuché otra vez las voces, y escuché también el sonido agudo, que parecía venir de las entrañas de un monstruo encabritado, que salía de la ventana del piso cuarto, donde una figura muy alta se desdibujaba en la penumbra tras su trompeta plateada.
Anduve por las callejuelas curvas de casas iguales y entré, a través del hueco del seto vivo, a la zona de bloques: blancos, prismáticos, paralelos, organizados a un lado y otro de la ancha senda peatonal cubierta por las ramas de sus dos hileras de frondosos árboles. En el centro, el tanque de agua continuaba erguido sobre su torre, portando el afilado pararrayos que emergía por encima de todo; y algo más allá, podía oír las risas de los niños en las ya inexistentes hamacas.
Seguí deambulando por el barrio y al avanzar por la calle Artigas, escuché la voz de aquella viejecita menuda, la que peinaba su pelo cano en apretado rodete, que decía : “¡Hola, Julio! ¡Hola, muchacho!”
—Buenos días, abuela, deje que le lleve las bolsas— le contestaba él con tono amable.
Julio acostumbraba ayudar a su vecina cuando la encontraba volviendo de la feria, al llegar de sus noches de parranda, o de San Juan, donde daba clases. Al entrar en su pieza, en el último piso, se acercaba a la ventana; gustaba aspirar profundamente el aire saturado de aromas y se asomaba a mirar desde arriba la plaza, casi en su totalidad cubierta de verde, que estaba a los pies de ese bloque largo, de cuatro plantas, con ordenadas filas de ventanas. Enfrente, la enmarcaba la hilera de casitas bajas de techos a dos aguas; la de la esquina, que tanto le gustaba contemplar, estaba cubierta por la oscura trama que se adhería a la fachada y que en verano se convertía en espeso manto verde.
Los bloques y las casas individuales estaban segregados en zonas bien diferenciadas. Sin embargo, la plaza estaba enmarcada por ambos, como si quisiera condensarse, en ese espacio urbano simbólico, toda la filosofía del barrio.
Julio se impregnaba de ese ambiente tranquilo de suburbio, que tanto apreciaba al llegar después de cruzar de oeste a este la pampa. En esos largos viajes, apuntaba ideas que quedaban a la espera; sabía que algún día podría usarlas.
Mientras contemplaba el paisaje de la plaza con sus dos senderos en cruz atravesando la superficie de hierba y el círculo en el centro con los bancos, respiraba el aire cuajado de perfume de campo. Porque los campos de la Facultad de Agronomía abrazan ese pequeño triángulo urbano y le dan carácter de frontera; es imposible que la vista alcance sus confines y descubrir a su través otro trozo de ciudad.
Y por entonces, no sólo había árboles y plantas, y gallinas, sino que hasta un tambo surtía de leche fresca a los vecinos. Y cuando íbamos en busca de las hojas del árbol de la morera, nos llenábamos los bolsillos con los maníes calentitos, calentitos los maníes, de ese hombre eterno, sentado junto a su humeante hornillo al lado de la barrera; porque también pasaba el tren por dentro del Parque y tenía allí su pequeño apeadero.
Desde su atalaya, Julio podía sentir la voz del pescadero y veía asomar su silueta algo encorvada, cargado con las dos canastas colgando de las puntas del palo que apoyaba en su hombro, como si fuera la imagen de una gran balanza que equilibraba el peso de los pescados que las llenaban.. O podía ver llegar a los vendedores de hielo, siempre corriendo, con la bolsa colgada al hombro, donde apoyaban las barras que a su paso dejaban un surco mojado. Ese era su barrio, esos ruidos matinales eran el acompañamiento para sus sueños.
Aquel día no había llegado de ningún lado; no había bajado del tranvía 86, ni del ómnibus 168 —al que convertiría en protagonista de un viaje mágico a Chacarita—. La noche lo encontró trabajando con ansiedad; tenía que escribir rápido, le costaba seguir los dictados de su mente con los dedos. En la tranquilidad de esas horas, el teclado producía un martilleo suave pero constante que escapaba por la ventana iluminada. Un viernes, pocas semanas antes, había visto por primera vez, en El Correo algo suyo, algo en letras de molde, con su nombre estampado debajo: Brujas, su primer cuento publicado. Y ahora, nuevas ideas bullían en su interior, y no quería que se le perdieran. Así lo había encontrado el amanecer y así se había quedado dormido, vestido, sobre la cama.
Era un 29 de Agosto en esa plaza del barrio Rawson, óvalo tranquilo donde, de vez en cuando, se sentaba alguien a tomar el sol en alguno de los bancos. Las calles desiertas y las anchas veredas daban cobijo al juego de los niños, como prolongación de los pequeños jardines de las casas; los jazmines, helechos y madreselvas dentro, los árboles cuajaban las calles y los tréboles nacían entre la hierba, a sus pies. Y nosotros corríamos libremente, mientras la hipotenusa del triángulo que forma el barrio, la Avenida San Martín, condensaba todo el tráfico.
Unas voces infantiles despertaron a Julio. Se asomó a la ventana y nos vio, un grupo de escolares con las tablas de los delantales almidonados, de pie, firmes, junto a un arbolito tirado sobre la hierba. Y también, al hombre que solemnemente cavó el hueco, introdujo con cuidado el árbol y nos entregó, uno a uno, la pala para que cubriéramos sus raíces. Y nuestras voces cantaban: Es el árbol un amigo… que obliga a la gratitud… nos da leña, nos da abrigo… nos da cuna y ataúd… Plantábamos un ceibo en el día del árbol y ese ceibo, que se había convertido en símbolo del país, era también el de la construcción de un nuevo mundo. Estábamos ahí, bien firmes, mirando atentamente la ceremonia; siendo la ceremonia, muy conscientes de la importancia de ese acto.
Así también el mástil, en el centro de la plaza, portador de la bandera, era un símbolo de pertenencia para tantos inmigrantes que habían bajado de los barcos; muchos de ellos artistas que buscaron el encanto, los aromas de ese rincón de Buenos Aires que estaba en los confines de la ciudad. Y a este barrio de casas baratas había llegado la familia de Julio cuando los abandonó su padre y debieron salir de la casona de Banfield.
Todo eso pensó Julio desde su ventana. Se sentía parte de ese espíritu. Él mismo, aunque por accidente, por razones de trabajo, había nacido fuera. Y quiso también expresarse con la música. Pero no con el himno al árbol; estiró el brazo, agarró la trompeta y empezó a tocar la suya, que contestaba a aquel canto. Y escaparon de ella las notas del Jazz, queriendo darnos un mensaje, el mensaje de que nuestro himno estaba bien, que aglutinaba, pero que había que mirar más allá…como esa música que ya era universal. Como si previera que todo cambiaría , y que él unos meses más tarde se vería un día en la cárcel y que pocos años después, al volver de un viaje a París, decidiría recalar en la vieja Europa de donde había arribado, no aceptar el rumbo que le marcaban…
Y fue así como nosotros escuchamos aquel sonido agudo, que parecía venir de las entrañas de un monstruo encabritado, que salía de la ventana del piso cuarto, donde una figura muy alta se desdibujaba en la sombra tras su trompeta plateada…
Él ya no está, pero la calle Espinosa, que pasa tangente al óvalo de la plaza, lleva ahora su nombre: Julio Cortázar.

24/4/2005

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Supervivientes

El insecto avanzaba con gran dificultad por la alfombra de huesos que cubría totalmente el pavimento. Antes de aquellos días y noches de continuas explosiones, cuando las lenguas de fuego ascendían hacia el cielo, eso había sido la plaza principal de una ciudad populosa donde coexistían los seres humanos, los gatos, los perros…y las hormigas. A ésta se la veía solitaria, temblorosa y cansada, rascando aquí y allá en busca de alimento. Tenía que encontrar alguna abertura, meterse por el laberinto de tortuosos caminos para llegar a su hormiguero.
En la superficie, los edificios aparecían totalmente retorcidos como si les dolieran las entrañas, algunos totalmente caídos, las paredes destrozadas, todo estaba lleno de cenizas, formando un paisaje desordenado y yermo. No había cielo, una nube densa y gris cubría todos esos restos, un viento constante, frío y seco, levantaba las cenizas y las llevaba hacia lo lejos para dejarlas caer luego en un paisaje igualmente siniestro.
El silencio era casi absoluto, salvo el ulular de las ráfagas cuando aceleraban la velocidad a su paso y un sonido agudo que irrumpía, llenaba el espacio por un rato y luego desaparecía en forma brusca.
La hormiga había quedado rezagada y estaba perdida. Era un ejemplar con patas demasiado largas y finas para su robusto cuerpo y tenía que avanzar muy despacio haciendo un gran esfuerzo para subir y bajar por los huesos que encontraba en su camino.
No todas se habían adaptado a los cambios. Las que lo habían logrado tenían patas más gruesas que sostenían con firmeza y sin cansancio los cuerpos que habían quintuplicado su tamaño. Ya no existían aquellos seres humanos que las atacaban para defender los jardines y parques de sus grandes ciudades, pero tampoco había plantas y tuvieron que aprender a alimentarse del mineral de la osamenta ya pulverizada.
La vida no les era fácil, había un nuevo peligro, las ratas gigantes que circulaban entre los restos digiriendo enormes cantidades de desechos inorgánicos. Cuando se encontraban con una columna de hormigas, chillaban con fuerza y se abalanzaban sobre ellas pasando por encima, aplastándolas, dejando sobre el terreno los cuerpos despatarrados que luego eran devorados por sus crías.
El andar sola la había ayudado a salvar su vida. Las ratas nunca las atacaban si no iban en grupo, ni siquiera se daban cuenta de su existencia; sólo eran capaces de distinguirlas cuando la larga fila formaba un dibujo negro zigzagueante sobre la tierra desierta. Pero las hormigas no habían logrado perder el hábito de movilizarse como lo hacían antes de los días de destrucción y fuego, antes de que el olor putrefacto se enseñoreara del planeta, cuando iban encolumnadas cargando las pequeñas hojas verdes y llevándolas al hormiguero. Y por eso eran las débiles, las que quedaban rezagadas y solas, las que se libraban de su ataque repentino. Pero sobrevivían poco tiempo y morían por no ser capaces de encontrar suficiente alimento y de guardar fuerzas para volver al hormiguero.
¿Crees que habrá algo más sobre este planeta? —preguntó al que estaba a su lado un ser muy alto cubierto de una fina tela metálica con largas antenas saliendo de la enorme cabeza— ¿Algo más que este mísero ser diminuto?
Mientras, salía de su mano de cuatro dedos una larga pinza con la que, sujetando delicadamente a la hormiga por el cuerpo, la levantó por el aire y la metió en el recipiente brillante y esférico que sostenía su compañero. Inmediatamente después volvieron a su nave.

20 / 03 / 2002- 22/04/2005
© 2005

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11 de abril

Hoy, mientras caminaba por el borde de la ciudad, el viento y el mar me hicieron sentir que las palabras son nada más que ruido y que la música está en el silencio, pero también me hicieron pensar que las palabras, cuando se transmutan en prosa o poesía, se convierten en música.

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9 de abril

Esta mañana me he levantado pensando en todas las cosas que me rodearon, que sentí parte mía y que he perdido, o he decidido dejar a lo largo del camino de la vida o me las tiraron. Todos mis libros de argentina, y tantos de ciencia ficción, de cosas que había leyendo en mi adolescencia o en mi juventud, un mundo de ideas que había descubierto en las letras que por entonces eran para mí una realidad, tan real como la vida misma, cuando mi madre decidió que a mí no me interesaban, cuando interpretó mal el que yo hubiera seleccionado para llevar primero lo de ella, para que tuviera su entorno cuando intentó vivir en esta tierra al morir mi padre, pero yo sabía dónde estaban, los sentía parte de mi vida, saber que estaban allá me tranquilizaba. Libros que habían quedado y que yo amaba. Tantos de historia argentina, de ciencia ficción, de literatura…que no me había podido llevar nunca, pero los sentía parte de mí misma. Recuerdo el dolor que tuve cuando supe que los había regalado o simplemente tirado a la basura…Y luego, cuando se volvió a la Argentina me dejó los suyos, y tengo tantos libros de arte que no significan nada para mí, no los miro nunca. Son recuerdos de sus viajes, de sus museos. No eran parte de mi vida y de mi afecto. O cuando tiraron los libros de ciencia ficción porque, por un escape de la cañería de agua, estaban húmedos, libros que me unían en el recuerdo a quien hacía poco había fallecido. Sin embargo ahora encontré dos en una librería de viejo en Buenos Aires. Tanto recordaba Más que humano, y cuando ahora lo volví a leer, ya no era igual. Como nosotros mismos, llevamos a cuesta los objetos que realmente están unidos a otro momento, a otro yo, al de aquellos años en que los compramos. Pero vamos cambiando en la vida, quizás realmente ahora no significan nada, ya no nos emocionan como entonces, es como tirar cuerdas para atrás, pero el atrás ya es de otro camino por el que vamos andando ahora. Y la casa de la calle Uriarte que hoy podría ser para mí y para mi hijo. En un barrio entrañable y ahora es lugar de moda y de turismo. Al lado de la placita triangular donde nos sentábamos a tomar el sol. Cuánto daría por tener dinero para comprarla de nuevo, a cualquier costo. Sin embargo, sabias las palabras que me dijo mi hijo, que tenía valor afectivo para mí, pero no para él, que no importaba que la hubiéramos vendido. Casa chorizo de varios departamentos y al final, subiendo una escalerita, dos habitaciones de bovedillas muy altas donde habíamos construido con nuestras propias manos un entrepiso de madera, y luego, cuando desaparecieron los inquilinos, y cuando nadie de la familia quiso ir a vivir allá, yo misma dije un día, «la vendemos», para evitar problemas a mi padre que no los hubiera tenido, sólo había que cerrar la casa y dejarla tranquila. Pero no, así, en un momento, como tantas decisiones tomadas así, en un momento crucial, decidí vender la casa y Mario que me dijo que sí, que lo hiciéramos. También , un día, sentí que me tenía que mudar de la casita que fue nuestro caparazón tantos años acá y nos vinimos a este piso antiguo, en el centro. Sentí que me pesaba el pasado, la había reformado cuando llegó mi madre, y cuando se volvió a ir estaba impregnada de su dolor de reciente viuda después de compartir vida durante más de cincuenta años, ya no era mía, sentí que no me dejaba vivir, era su dolor y también del mío y la vendí y aquí llegué. y quizás ahora quisiera otra vez ir a otro lado, mudar mi piel, otra vez las circunstancias han cambiado. Hace un año tiré todas las cosas de mi trabajo, sentí que me pesaba, que era un momento nuevo, que no tenía sentido guardarlo. Que todo eso no valía nada. Sólo dejé lo de Mario, me sentía responsable de mantenerlo, no sabía bien para qué, pero tenía que hacerlo. Menos mal, si no, nunca se hubiera podido escribir el libro. Tantas cosas perdí y fui dejando, al final, hay que aprender a vivir sin las cosas, uno es uno, se aferra a los objetos, nos dan seguridad, es como llevar a cuestas el pasado. Los libros, son tantos, nunca se agarran, están ahí, pero un día uno busca uno y no lo encuentra, y se desespera, el desorden es como matarse de a poco, como escamotear ese colchón que nos envuelve, hacerle agujeros. Creo que cuando tiramos algo, o lo perdemos, o no sabemos donde está, eso es lo que hacemos, matarnos un poco, quizás para cambiar de piel, como las arañas, para transmutarnos. Se lo que es el dolor de recordar todo eso, de añorarlo, lo que nos quitamos de encima, muchas veces quisiéramos volver a tenerlo, quisiéramos su abrazo. Y tenemos que hacernos fuertes, saber vivir sin nada, sólo con nosotros mismos. Es como que la gente a nuestro alrededor desaparece, por la vida, o por la muerte, pero quisiéramos crear lo inmutable con los objetos que nos rodean. Son como una barrera contra el tiempo, contra lo inexorable. Por eso cuando no lo tenemos nos sentimos vulnerables, como si estuviéramos desnudos en el frío del invierno. Sin nada somos sólo nuestra circunstancia presente, pero se puede vivir así, ligeros, sin lastre, haciéndonos fuertes, teniendo como piel nuestra frontera.

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7 de abril

Contestando una felicitación, me acordé la frase de A.A.L. que siempre dice: Cada año cumplimos un año más de juventud… Y siguiendo con el tema de la edad, de la vida y de la muerte, así también contesté a Row en Letras Virtuales: :Es hermoso cómo Otilia logró aglutinar, casi como símbolo, a toda una gran familia. El que todos estén allí es hermoso. Y sabe Lola que todos estamos con ella. Otilia es también para nosotros, los del taller, como el Kafka de Yerba, un personaje que se metió en nuestra vida a través de la pantalla. Se lo doloroso que es para Lola, para todos los de la familia, el ocaso de Otilia, tanto si sigue viviendo como si no. Es difícil aceptar el devenir inexorable, queremos que se mantenga la realidad como en stand by y eso es imposible. El final es parte de la vida, no estamos preparados para aceptarlo pero es así, un fluir inexorable y los nietos y bisnietos son los que siguen viviendo. Como las olas del mar, así los seres humanos vamos lamiendo la orilla de la vida. Creo que lo de las olas del mar es una buena imagen, expresa realmente ese devenir que quería expresar ayer.

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