Todo comenzó cuando, durante la enfermedad de Matías, estuvo todo el día encerrada en aquel hospital, donde la muerte se paseaba tranquilamente por los pasillos. Cándida la miraba en ese deambular, y trataba de que la puerta de la pieza donde estaba Matías estuviera siempre cerrada, confiando en que no los viera al pasar. Esa era su mayor preocupación y cuando tenía que salir para cumplir obligaciones ineludibles , trataba de hacerlo a la hora en que los médicos y las enfermeras no entraban, esperando con ello, que la puerta se mantuviera siempre cerrada.
Cándida quería apresar a la muerte, evitar que los alcanzara. Una tarde, siendo ya casi de noche, ella salió corriendo de esa habitación, preocupada por un nuevo síntoma de Matías, que veía los números de su pequeña televisión al revés, y fue a llamar a la enfermera sin darse cuenta, por su estado de alarma y preocupación, de que la puerta había quedado abierta.
Ella estaba esperando afuera, pero al escuchar la voz perentoria que la reclamaba desde dentro, supo que algo grave pasaba. “Matías se está muriendo”, escuchó decir como en sueños y se dio cuenta de que había olvidado cerrar la puerta y que la Muerte, implacable, había encontrado el momento para deslizarse, suave, tranquilamente, sin que nos diéramos cuenta, y blandía en lo alto su guadaña.
Cuando llegó a los pies de la cama la vio, comprendió que los había vencido; flotaba por sobre el cuerpo de Matías que miraba hacia ella con ojos extrañados, y abría su boca respirando con dificultad, mientras la Muerte, con su larga túnica, le quitaba el aire.
Cándida supo que ella les había ganado esa batalla. Matías ya no era Matías, sus manos ya no podrían acariciar, su boca ya no podría besar, sus ojos ya no podrían ver…Ese cuerpo estaba ya vació del espíritu que se enlazaba con el suyo. No lo aceptó, la muerte se lo había llevado, pero ella no podía dejar las cosas así. Y la desafió, luchó con ella y la capturó, metiéndola dentro de su propio cuerpo. No sabía que allí seguiría teniendo poderes. La muerte, dentro suyo, no le quitaba la vida, pero no la dejaba vivir. Enroscada en el plexo, creaba un velo que le impedía mirar hacia afuera. Y sólo podía vivir en su pasado, en lo que conocía a través de los ojos límpidos, antes de que la alojara en su interior.Pero pasaron los años y Cándida sintió la opresión en su pecho. Tal como había luchado en aquella habitación en el pasado, se enfrentó a la muerte que la atenazaba y comenzó a destruir, lentamente, sus velos, deshaciéndolos con su propia energía interior. Pero no lograba rescatar su mirada límpida. Sus ojos, otrora claros y luminosos, se veían empequeñecidos y sus pupilas de color del humo teñían todo aquello donde posaban su mirada. Los espejos le devolvían su tristeza, en la que se reflejaba el espíritu de la muerte que anidaba en su interior.
Cándida seguía luchando día a día, deshaciendo los bordes de la túnica, tratando de destruirlos totalmente. La muerte debía desaparecer, debía sacarla de su interior. Vertió en palabras su historia, sus miedos, sus recuerdos, sus culpas, y sintió que la muerte salía de su pecho y escapaba volando a lo lejos. A poco de sentir la victoria, un enorme cansancio la invadió y la energía que la rodeaba y le daba fuerzas, que la preservaba del embate de la muerte vengativa, desapareció y la dejó débil y expuesta.
Fue cuando vio que volvía, más fuerte aún que cuando la viera en aquella pieza de hospital y, caminando por la calle la sintió, sintió el frío por detrás, un murmullo en el aire, una tela que la envolvía y la guadaña que atravesaba su plexo solar.
09/08/2003