Juan, el de la Planta primera, Sector B. Externación compulsiva.

La silueta de Graciela se dibuja en la puerta del pabellón, saluda con su brazo en alto y en el otro  carga un bolso donde guarda la sorpresa, un gran paquete de galletas. Las tira por el aire y todos las recogen riendo.

Es un hermoso día. Juan mira a su hermana y le sonríe abriendo bien grande su boca y mostrando los dientes, aún blancos y regulares.  Siempre que la ve, sonríe. Ella lo cuida. Lo quiere. Él lo sabe, jamás duda de esa verdad.

Todos los domingos se repite el mismo ritual. Las risas, las galletas. Graciela y Ricardo, su cuñado, comparte, participa también de la fiesta.

Cuando ellos se van, la vida vuelve a sus cauces, a sus camas, al silencio, a esa tristeza que impregna todo lo que los rodea.  Dos días después de una de estas visitas, un martes de un mes de septiembre, uno de los médicos se acerca a la cama donde duerme Juan y le ordena: “Vamos, es hora de hacer ejercicio.”

Otra vez una sonrisa se expande en su rostro. Disfruta de la gimnasia en el patio, mover los brazos, las piernas, intentar correr, aunque sólo logre apurar los pasos. Pero no es eso lo que toca ese día. Lo llevan fuera del  hospital y lo suben a un auto.

La sonrisa  es cada vez más amplia. La visita de Graciela y los paseos en coche son los momentos de mayor alegría. Le gusta recorrer la ciudad, Cuando Ricardo maneja, le va contando el nombre de las calles y de los lugares por los que pasan.  También le gusta parar y bajar en el supermercado  donde hacen la compra para luego tomar la merienda en casa.

¡En casa!

La fiesta máxima. Sentarse tranquilo en el sofá, al lado de su hermana y mirar la tele. Comer la factura y tomar su Coca-Coca viendo alguna cinta de vaqueros, como cuando , ni sabe cuándo,  era músico, cuando tocaba en las fiestas del pueblo y por las noches iba al cine al aire libre en verano.  Los días-estrella  en la vida de Juan.

Pero hoy no es Ricardo el que maneja el auto. Un celador va al volante y otro a su lado. Juan se siente feliz, no tanto como con su hermana y su cuñado, pero feliz de ver pasar por la ventanilla las casas,  las plazas, los árboles. Sonríe una vez más.

El auto para de golpe. Baja el celador, le abre la puerta. Espera que baje, cierra la puerta y rápidamente sube al asiento de adelante, al lado del conductor. Da la orden y el vehículo se pone en marcha.

Juan mira cómo avanza y desaparece, acelerando. Se siente perdido, en otro mundo. Hay casas, hay autos en la calle, un árbol en la vereda.  Da vueltas a la manzana buscando SU casa, la casa de Graciela, la puerta azul que le era tan fácil reconocer. Pero todas son negras, o verdes, o blancas, y no logra encontrarla.

Él no lo sabe, no puede imaginarlo, pero lo han abandonado. Una realidad ni pedida ni deseada. Lo han tirado por la borda de su barco al mar y a los tiburones de la ciudad. Comienza un tiempo en el que se sentirá como presa abandonada a los lobos. Dará vueltas y vueltas, quizás muera de frío, quizás alguien lo encuentre y lo lleve a algún lugar.

Pero la de su muerte o supervivencia es otra historia, la cara o cruz posible de su existencia, la que deriva de su dramática  externación compulsiva.

Miriam Chepsy para la inclusión de «externación» en el diccionario de la RAE. 23/9/2015

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