El silencio: Eso es lo que más le gustaba. Estar en medio de toda aquella gente y sentir el silencio. Sólo ocurría allí, en el edificio del aeropuerto. Apenas oía, a veces, un murmullo sordo. Y no era porque estuviera solo, ni porque faltaran las conversaciones. No, era porque ese espacio era así: se tragaba los sonidos.
Esa fue la razón para quedarse. Odiaba el ruido ensordecedor de la autopista, los camiones que lo adelantaban tocando la bocina, la señora del cuarto izquierda que gritaba a su hijo, los vítores que llegaban desde el bar en las noches de partido…
Cuando cerró la ventanilla de cambios del banco, ese viernes, supo que no iba a salir más de ahí adentro.
Deambuló por la gran nave, se montó en las cintas transportadoras, corrió tras un carrito, caminó y compró una revista. Dio vuelta por los free shops hasta encontrar lo que buscaba. Luego tomó una buena ensalada y un café con crema en el bar donde acostumbraba parar un rato antes de ir hacia su casa, allí donde atendía aquella rubia, la que mostraba sus formas curvas bajo la falda estrecha y con la que acostumbraba conversar cuando se acercaba a su mesa.
Volvió dando un paseo y contando una a una las columnas: cinco amarillas, siete naranjas, cuatro rojas, hasta estar de vuelta en su flamante hogar. Llevaba en su mano una gran bolsa con la compra., abrió con sigilo la puerta y entró rápidamente; allí no había casi nada: una silla con ruedas y un buen respaldo con apoya cabezas, un armario metálico de tres puertas y luego el suelo que se extendía en forma de moqueta suave y mullida. Se echó a dormir, bajo una de las mantas y la otra como almohada: estaba en el piso, pero para él era un colchón tibio. Así pasó la noche, durmiendo hasta que sonó la alarma de su teléfono móvil.
Se echó a dormir, bajo una de las mantas y la otra como almohada: estaba en el piso, pero para él era un colchón tibio. Así pasó la noche, durmiendo hasta que sonó la alarma de su teléfono móvil. Eran las ocho de la mañana y tenía aún mucho tiempo hasta la hora de abrir la ventanilla, a las nueve.
Descubrió que no tenía baño. No había pensado en eso, pero ya estaba ahí, y no había marcha atrás posible. Tenía que salir fuera, y debía ir a los aseos más cercanos. Entró al de minusválidos, era grande, cómodo, individual, y casi nunca se usaba. Ése sería su baño, allí podría lavarse tranquilo, sin problemas. No había pensado en la lavandería, tendría que comprar ropa nueva, recordó la lavandería del hotel y supo que encontraría la solución.
En la amplia moqueta hizo gimnasia. Tirado en el suelo, apoyó las manos con firmeza, y comenzó: arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo…Eso le gustaba, y luego tocarse los brazos fuertes, musculosos. Y un poco de abdominales y saltó un rato sobre sus dos pies, girando las manos con su cuerda imaginaria. Eso era vida; moverse, sentir la sangre corriendo por las venas. Luego a desayunar y por la tarde se tenía que acercar al hotel a resolver lo del lavado, ya inventaría alguna excusa….Mientras, a comprar una buena camisa. Vivía en un aeropuerto, tenía que estar elegante, como si viajara en primera… Así lo imaginarían los que lo vieran dando vueltas por ahí. Los que no lo hubieran visto en la ventanilla. Además, en el trabajo se quitaría las lentillas, y se pondría unas gafas para leer, estrechas, de marco de colores, que había visto en la boutique; tenía que elegir bien el tono, llamativo pero austero al mismo tiempo: era cajero de un banco. Con eso cambiaría la imagen, haría que al salir casi no lo reconocieran…aunque, quién lo iba a reconocer: la gente pasa, sigue de largo, y toma el avión, o se va para la ciudad…y ya no la ves.
Así fue como Agustín Robles, a las ocho y veintidós de la mañana, salió por la puerta de la oficina de cambios de la Caja de Madrid, y se mezcló con los escasos viajeros que a esa hora caminaban por el aeropuerto. Ese sería ahora siempre su paisaje y lo miró con atención: la imagen de la amplia nave hablaba de limpieza, eficiencia, velocidad; las suaves curvas revestidas de bambú creaban un ambiente acogedor. Todo tenía que ser impecable. No había dramas, algunas veces se producía un caos, pero ese caos no podía ser una variable cotidiana.
La terminal era una enorme puerta que recibía y despedía a los viajeros. Y él no se movería de esa puerta, no le gustaba el mundo de adentro y aún no conocía el de afuera. Vivir en esa frontera, era lo mejor que podía hacer. Sobre todo, ahora que esas grandes entradas cada vez tenían más servicios. Ya se estaban formando, oyó contar a los pilotos, centros comerciales en otros aeropuertos, pequeñas ciudades adheridas al gran edificio, como las casas que se apiñaban pegadas a las antiguas murallas. Tenía que conseguir un portátil y esa puerta de la ciudad sería también la puerta al mundo.
Revivió su cuarto, el que había dejado en el apartamento de Tres Cantos. La estrecha escalera por la que subía cuando volvía del Aeropuerto. Su puerta con el Jesús, ese Jesús pequeño y dorado que había encontrado al mudarse: un talismán puesto por los antiguos dueños que no había atinado a quitar al llegar, aunque él, a una iglesia, hacía ya muchos años que no entraba. Y luego, el pequeño hall donde se abría la puerta de la cocina y enseguida se encontraba en la sala pequeña pero acogedora, con su mesa a un lado y, al otro, los sillones que invitaban al encuentro y la conversación. Y se vio ahí, sentado, la morena cabeza de Laura apoyando sobre sus muslos y él acariciándole durante horas mientras miraban películas de terror, las que tanto gustaban a Laura. Se vio allá, con el vaso de coca-cola en la mano, vicio que a ella le horrorizaba, sintió el calor del radiador que estaba encendido a su lado, porque Laura siempre tenía frío. Pero ¿`por qué se acordaba de todo eso ahora? Ya habían pasado tres años, tres años desde que ella desapareció…de su vida. Sin embargo, no lograba tener recuerdos más cercanos, cada vez que le aparecía una imagen, era Laura en el baño, Laura en la cocina, Laura en la cama…Laura en la cama: tres años en que nunca había rescatado ninguna imagen de ella dormida, siempre acurrucando su cuerpo contra el suyo buscando el brazo que la rodeara y la mano que se apoyara mansa sobre su pezón aún virgen. Otras Lauras habían ocupado ese espacio, unos días, o unos meses, pero entonces no había recuerdos, sólo había ese presente, hasta que otro presente se superponía y lo desplazaba. Pero ahora, solo, frente a ese escenario casi vacío, sus recuerdos lo llenaban de Laura. Ahí podía rescatarla, la atrapaba, la tenía otra vez consigo.
Los días pasaban rápidamente, uno tras otro, siempre sonriendo a los clientes que se acercaban a la ventanilla, con los yenes o los dólares para cambiar por euros ; también, de vez en cuando, algún cliente del banco, pero esos eran los menos. En estos años había aprendido algunas palabras en todos los idiomas. Por favor, los números, adios, en lenguas cada vez más extrañas. Desde que se había implantado el euro, ya nadie venía con su bon jour, ni con el bon giorno, todo era un galimatías ininteligible de idiomas asiáticos. Pero el oído fino de Agustín retenía las expresiones y podía luego repetirlas. Así, aunque sólo en ese instante, establecía un vínculo de empatía con su cliente.
Ese era su mundo; y el bar, y la camarera. Siempre palabras sueltas, sonrisas…y luego el adiós. Relaciones, atracciones, repulsiones, hasta algún sentimiento súbito de deseo inalcanzable, porque siempre el paso era efímero, circunstancial. Todo ocurría en esos segundos, o escasos minutos del paso por la ventanilla, o cuando le cobraba la rubia del bar, apurada por el llamado de otros clientes…Todos sentimientos mínimos en el tiempo.
A la semana de estar allí, comenzaron a suceder las desapariciones. Por los altavoces llamaban a pasajeras que habían facturado pero que no aparecían a la hora del vuelo. Eso producía enormes complicaciones, bajaban todas las valijas nuevamente para separar las que ella había facturado y se retrasaban las salidas. Era el misterio del aeropuerto, ocupaba páginas y páginas de los periódicos, que desarrollaban distintas hipótesis. Como si el aeropuerto tuviera un agujero negro: porque ellas no aparecían en ninguna parte.
Agustín Robles estaba angustiado, su situación irregular podía hacerlo blanco de sospechas. Hasta ahora nadie parecía saber que quedaba allí, tras las mamparas que separaban su mundo privado del mostrador que daba al hall de la Terminal. Por las noches soñaba las desapariciones. Se veía a sí mismo acechando hasta que veía a Laura, la melena hasta el hombro, acercándose desde el final del largo pasillo y cimbreando el cuerpo mientras avanzaba. Y luego la veía pasar y desaparecer diluyendo su cuerpo en el espacio. Porque Laura desaparecía en cada una de las mujeres que desoían las llamadas a embarque y que tampoco volvían a sus casas. La soñaba cada noche, y cada noche en sus sueños volvía a esfumarse.
La policía privada tenía prácticamente ocupado el aeropuerto. Interrogaban a todos los empleados, para buscar algún indicio. Dos o tres veces, distintas personas le preguntaron por su horario, si no había visto nada raro, si recordaba alguien que acosara a alguna de las mujeres desaparecidas. Le mostraron retratos para ver si recordaba alguna… el miraba con temor, pero ninguna era Laura…
Estaba desesperado, se sentía cada vez más culpable. Realmente no reconocía a ninguna de las mujeres que le mostraban, pero él se sabía débil, pensaba que si descubrían su refugio, con seguridad lo considerarían sospechoso. Así que apenas salía de la oficina, y siempre en las horas inmediatas a su horario de trabajo, porque así lo hacía cuando vivía en la ciudad: antes o después, pasaba por algunos de los bares, y allí tomaba su café al llegar, o comía antes de volver a su casa.
Sentía que estaba perdiendo su libertad. Lo que había soñado, el ser libre por el aeropuerto, sentirse allí seguro, se había terminado. Y cuanto más angustia sentía, más lo absorbía el recuerdo de Laura y más veía su cara en todos los carteles que aparecían por el hall del aeropuerto.
No sabía cómo desaparecer, sin que nadie se diera cuenta. Era imposible, no podía dejar su trabajo, eso llamaría más la atención. Saldría de allí en alguno de los aviones para ir…¿dónde? ¿Dónde podría estar tranquilo, dónde podría sentirse libre?
Podía pedir una semana de vacaciones y lo hizo. Buscó las ofertas y decidió que iría a Gambia: las playas y el mar azul, los árboles tropicales atrás. La tranquilidad que rezumaban las fotografías que aparecían en Internet lo subyugaron; sacó su pasaje en la oficina del aeropuerto, y comenzó a pensar en los días que tendría de tranquilidad y de paz… Y así fue como logró, al estar sentado en su asiento del avión, mirando desde arriba el colchón blanco de nubes, olvidar sus inquietudes, olvidarse de Laura, olvidarse de él mismo y dormir tranquilo…
Pensaba que ese lugar, donde la gente hablaba una jerga incomprensible lo mantendría aislado y a salvo…estaría tranquilo en su hotel, en la habitación, mirando la playa y el mar desde la ventana, sin hablar con nadie, sin que nadie lo molestara…Comería allí mismo y quizás, a algunas horas, cuado viera que la arena se extendía infinita sin que nadie paseara por ella, bajaría a caminar por la orilla del mar.
Así fue como, al llegar a Gambia, con su bolso en la mano, salió inmediatamente del aeropuerto y tomó un taxi. Como en todas las ciudades del mundo, los taxistas se entendían en cualquier idioma, y lo llevaron rápidamente a su hotel en la costa.
La habitación era tal como la había imaginado, con una amplia ventana desde donde se veía nítidamente dibujada la curva franja de arena blanca y se podía contemplar y escuchar el romper de las olas cuando la mordían.
Se sintió seguro y pensó que esa paz lo iba a salvar. Se tiró sobre la cama pensando en dormir largamente…y eso hizo ese primer día hasta que por la noche, cuando se había puesto el sol, bajó a caminar por la orilla en la absoluta soledad de las sombras. Sintió la tibieza del aire en el cuerpo, y se relajó zambulléndose en la rompiente.
Cuando volvió al hotel se sentía nuevo y se apoyó sobre el mostrador del bar para tomar una cerveza. El camarero era alto, grueso, de pelo enrulado y gran conversador políglota. Estaba hablando animadamente con unos ingleses, cuando le dijo en un español bastante claro: ¿vió lo que pasó en el aeropuerto? ¿Se enteró al bajar del avión?
Él no tenía idea de nada. Su viaje había sido tranquilo y más aún la llegada. Decididamente, no había visto nada extraño.
—No se qué puede haber pasado, contestó.
—Desapareció una pasajera. Había salido muy temprano del hotel, El taxi la dejó en el aeropuerto, pero no subió al avión. Estamos preocupados. Toda la policía está investigando lo que puede haber pasado…
Agustín Robles sintió una opresión en el pecho. Ahora no podría quedarse tranquilo en su habitación. Se supone que un turista hace excursiones todos los días y no podría salir por la noche porque eso también es algo extraño. ¿Qué podía hacer un visitante solitario, cuando no hay ya nadie en la playa, agazapado tras las brumas de la noche? Sabía que eso podía resultar sospechoso, y pensó que no lo podría soportar, que era necesario salir de ese lugar. Pero ya no era posible, allí tendría que quedarse, pasara lo que pasara…
Pensó que era inevitable que relacionaran su nombre con los dos aeropuertos donde pasaban esas cosas extrañas. Era como un denominador común, el enlace que necesitaban los investigadores. Sería blanco inmediato de sospechas. Y él se sentía culpable, no lo podía evitar y eso se notaría en los interrogatorios y pensarían que escondía algo…
Ya no se sentía seguro, había perdido la tranquilidad de la vida en la Terminal, y la semana que se tomó para separarse de la tensión de las investigaciones estaba resultando mucho peor. No estaba a gusto en el mundo real, le molestaba la gente, sólo estaba a gusto en su cuarto y en la playa, en la soledad de la noche… No estaba dispuesto a tener que salir, a hacer una vida normal. Quedaría en su habitación como había planeado, aunque con la angustia de la espera de unos golpes en la puerta, unos golpes que vinieran a interrogarlo, quizás a buscarlo…
Y en ese estado de espíritu, puso la TV para relajarse antes de dormir, una película de las que tanto gustaban a Laura…
Y entonces vio la escena, tan clara como si estuviera sucediendo delante de sus ojos: Él persiguiendo a Laura cuando iba al trabajo desde la casa de sus padres. Y ella, negándose a hablar con él, escapando permanentemente. Él frenando el coche y metiéndola dentro. Él llevándola a un descampado. Él bajándola con fuerza del coche y pegándole con una rama en la cabeza. Él viéndola caer. Él viendo que no se levantaba. Él corriendo hacia el coche. Él saliendo a toda velocidad por las calles, subiendo a su casa, sentándose en el sillón, encendiendo la TV y mirando, una tras otra, las películas de terror que a ella tanto le gustaban.
Miró la pantalla; un hombre, sentado en el sillón, acariciaba a una mujer, que apoyaba la cabeza sobre sus rodillas, mientras en la pantalla de TV se veía un personaje desencajado con un palo en la mano, pegándole a la mujer hasta que cayó al suelo sin fuerzas.
Esperaría a Laura toda la vida. Aquella mañana, fue la última vez que la vio, tirada, sobre la hierba. Tenía que encontrarla otra vez, tenía que ver cómo se acercaba moviendo su cabeza, ondulante su melena, tenía que ir a buscarlo a la Terminal para llevarlo a casa.
La semana se le hizo interminable, esperando cada día que otra mujer desapareciera y buscando excusas para no salir a la calle, o hacía demasiado calor, o le había hecho mal esa comida que nunca había probado antes. Y así sólo salía al atardecer, y deambulaba hasta entrada la noche en que volvía a tomar su cervecita y a buscar sus temores y sus sueños reflejados en la pantalla del televisor.
Por fin, llegó el día de la partida. Estaba tan tenso y tan cansado como cuando arribó a esa tierra paradisíaca que no pudo disfrutar. Y llamó al taxi, cogió su maleta, y enfiló hacia el aeropuerto, deseando que allá, por arte de magia, todo se hubiera acabado.
Otra vez, como si realmente él mismo lo provocara. Otra vez llamaban insistentemente a presentarse a una mujer. Todo el aeropuerto estaba expectante, todos los de su vuelo temían el inevitable atraso. La inquietud se podía leer en los ojos de las mujeres, los baños estaban vacíos, en las confiterías la gente se miraba, los unos a los otros.
Pero con su avión no hubo problemas, salió justo en hora y tomó rumbo para Madrid. Allí se sintió seguro. Pensó: tendría que trabajar aquí, en los aviones, salir de mi aeropuerto y sentir la paz de este lugar que queda suspendido a 1000 metros sobre el suelo… Quizás esa era la solución, conocía a algunos pilotos, hablaría con ellos.
El viaje fue realmente tranquilo, entre comidas, películas anodinas, y algo de sueños, llegó el momento en que escuchó las palabras siempre tan esperadas: dentro de diez minutos llegaremos al aeropuerto de Madrid, abróchense los cinturones, pongan vertical el respaldo del asiento, la temperatura es de ….grados…Estaba llegando.
Con su pequeña maleta en la mano, enfiló hacia la salida, no tenía por qué ir a las cintas. Y cuando caminaba por la larga nave, hacia la salida, buscando la parada de taxis, vio un coche que partía del aeropuerto y en su interior, en el asiento de adelante, vio la inconfundible cabeza de Laura, su sonrisa, su pelo que ondulaba aun sin el viento. Pero no podía estar seguro, quizás la había confundido, la había imaginado. Pero quizás también era ella, y entonces, no había desaparecido…
Respiró el aire puro, miró a lo lejos el horizonte nítido de la sierra, dio media vuelta y entró nuevamente al aeropuerto hacia la ventanilla del Banco de Madrid, su oficina…
Cuando llegó allí dos hombres estaban hablando con el empleado. Al acercarse, lo miraron y le preguntaron:
— ¿Agustín Robles, verdad?
— Sí, ese soy yo.
— Cuerpo especial de la policía de la Terminal. Tiene que acompañarnos.
— ¿…? Preguntó con la mirada.
— Hemos encontrado pertenencias de las mujeres desaparecidas en esta oficina. Tiene que contarnos dónde estaba el….
Agustín Robles se puso pálido, sintió que se oprimía su garganta y le faltaba el aire en los pulmones. Su estómago se retorcía y el corazón amenazaba con estallar. La comida que le habían servido en el avión pugnaba por salir, las piernas le temblaban y deseaba, más que nada en el mundo, correr hacia el baño…
Los miró fijamente, esbozó una helada sonrisa y los siguió con la sensación de que, por fin, todo había terminado.
7 de junio de 2006