CON EL OCÉANO ADENTRO
(para Carolina Olmos de 30 Noticias de Rosario)
A fines del año 1974 aterricé en París, de allí pasé a Madrid y en junio de 1975, una mañana de sol, vi brillar los cristales de las fachadas que se abren al mar, en esta ciudad puerto, un istmo sobre el Atlántico. Un amigo de mi marido, que había compartido una experiencia profesional con él en Tucumán por los años cincuenta, le ofreció empleo en la empresa en la que trabajaba . Y estábamos, además, en su región de origen. De aquí habían partido su padre y sus tíos escapando de que los reclamaran para la Guerra de África y buscando un mundo nuevo donde poder desarrollar su vida con otros horizontes.
Pero no estábamos solos, un niño de un año nos acompañaba en la aventura.
Cuando llegué a Europa, la tierra me pareció gris, sentí la vejez de este continente comparando sus colores con los de América. Hasta que llegué a Galicia, y aquí encontré otra vez el verde intenso. Hace treinta años, todo era distinto. El boom inmobiliario fue posterior, y la costa todavía estaba sembrada de pueblitos y pequeños puertos llenos de encanto; la ternura del paisaje atrapaba. Pero también eran otros tiempos y las costumbres de una ciudad de 200.000 habitantes, en un país que se había mantenido muy aislado, eran muy distintas a las de la ciudad vibrante de la que me había ido, con sus millones de habitantes y un puerto palpitando siempre con la última manifestación de la cultura. El teatro francés, Backhaus, Gieseking, Gulda, Dizzy Gilespi, las películas, los libros, Eudeba… Pero todo eso había terminado y comenzaba otra época. El golpe de Onganía, la “noche de los bastones”, una época de sueños y de actuación apasionada, muchas historias… y por fin, en 1974, un buen olfato me hizo sentir lo que se venía y fuimos la avanzadilla de una emigración que un poco después, cuando el Golpe y el Proceso, trajo a España a muchos argentinos. A poco de estar aquí nos invitaron a dar clase en la Universidad, y eso fue lo que lo que nos hizo quedar.
Al llegar a Madrid, sentimos la potencia de un país que crecía, y comenzamos a ver el mundo de otra manera. Creo que todos ven el mundo desde el ombligo que está en su propia tierra, aunque esa tierra no sea el ombligo del mundo. Sentí, entonces, que eso pasaba en Argentina, y ahora pienso que pasa lo mismo con los europeos. Es algo que aún hoy me ocurre cuando voy a Buenos Aires, también cuando estoy acá: encontrar esa diferencia en la mirada, como si mi mirada fuera pendularmente europea y latinoamericana, siempre un poco a contramano del lugar en que me encuentro.
Muchos años me costó la adaptación. Creo que, para alguien como yo, que puede recordar la Segunda Guerra mundial, la diferencia de background cultural, de formas en la educación recibida, era muy grande; lo podía percibir cuando intercambiaba recuerdos con gente de mi misma edad o aún muchos años menor. Los diez años anteriores a la Noche de los Bastones en la Universidad, como dije antes, habían sido un ejercicio de energía vital y de pasión cultural, mientras aquí estaban cerradas las fronteras culturales con Europa. Los que habían vivido acá, padecieron, en su infancia, una educación represiva, que inculcaba miedos y culpas, en muchos casos también con castigos corporales, y la nuestra se desarrolló en un mundo que nos aportaba libertad de pensamiento, rodeada de gente de todos los orígenes , todas las religiones…
Siete años más tarde, después de un mes de internación, perdí a mi compañero, y quedé en esta ciudad con un hijo de ocho años. Recuerdo dos cosas en relación con un posible regreso a mi tierra: cuando la Guerra de las Malvinas, habíamos hablado de volver, y cuando Alfonsín asumió la presidencia, también lo pensé, como tantos argentinos en ese momento. Pero cuando viajé por unos días, a la muerte de mi padre, sentí que para los que estaban allá, éramos “los que se fueron”. Nos recibían bien, pero nos hacían sentir — o nosotros mismos lo vivíamos así— que nuestro lugar se había perdido, que lo habíamos dejado. En cierto modo, sufríamos una suerte de culpa por habernos ido. Hoy se que nosotros también hemos perdido muchas cosas; nada es comparable a las vivencias de los que se quedaron, pero no todo es trabajar, encontrar afectos y comprensión, estar integrado. Hay algo que se rompe, uno pasa de ser parte de la materia, a ser un electrón suelto.
Pero ahora es distinto. Uno puede estar acá y allá al mismo tiempo: mirar en la TV las calles, los personajes, o penetrar por la puerta de la computadora y estar con el amigo, con la amiga, con la prima, con el sobrino, alguna vez hasta verlos a través de la cámara u oir sus voces. Como si el corazón se estirara a través de estas pantallas y estuviera en esos momentos en los dos lados. Extraña situación la de esta época, la de un alma que se escapa en algunos momentos por este hueco del espacio, esta supercuerda de la comunicación. Me pregunto si se escapa o si se estira, apoya sus pies en esta tierra y se expande por la otra desde acá.
Los argentinos que llegan ahora a este país, tienen mucha más dificultad de integración laboral —cambió la realidad económica y la política hacia los inmigrantes— pero tienen ese lazo permanente posible con lo que dejaron y son muchos más, se agrupan, se dan apoyo.
Hoy ya estoy integrada en esta tierra, aunque sin raíces. Pero el tronco se hincó y, de algún modo, mi hijo se puede apoyar en él, aunque no haya crecido rodeado de abuelos, de tíos, de primos, aunque su sentido de familia no se base en una experiencia sino en palabras y encuentros furtivos. Pero hay aquí un trozo de esa familia: son los descendientes de la hermana de su abuelo paterno, la única que quedó, y a la que sus hermanos cedieron la casa, el campo, el monte, todo lo que les correspondía, porque no lo necesitaban, habían resuelto allá su vida.
Por otra parte, yo me siento parte de esta ciudad, tengo amigos, me saludan ex alumnos cuando voy por las calles, conozco mucha gente y realmente me siento bien aquí. Me encanta recorrer el paseo marítimo, escuchar el ruido del mar y recibir el viento en la cara. Y ya llegué a ese punto en que disfruto cuando voy a Buenos Aires y camino por esas calles largas, tan arboladas, con las flores de los jacarandaes, oliendo los tilos, degustando todos los barrios, gozando con los colectivos que llevan a todas partes…
Ahora, después de estos treinta años, cuando estoy aquí, soy de aquí, y cuando estoy allá soy otra vez de allá. No me siento una visita, pero también veo en los dos lados las cosas desde la otra orilla, no puedo dejar de ser de acá cuando estoy allá, ni de allá cuando estoy acá.
Hoy estuve mirando relatos míos y noté que al principio, cuando comencé a escribir en el 2001, lo hacía en español —en castellano como decimos en Argentina— y ahora escribo totalmente en “argentino”. Como si el escribir, el fondo más profundo que se expresa en esos momentos, necesitara de su lengua natal. Pero en los temas de mi profesión, sin embargo, uso el idioma adoptivo, las formas y giros de este lugar.
Debo decir que en Galicia gusta nuestra manera de hablar y casi todos tienen algún pariente en Buenos Aires. Recuerdo que cuando la Guerra de las Malvinas, el empleado de Correos me decía: “Estamos con vosotros” y nunca me he sentido discriminada. Cierto es que siempre intenté adaptarme en todos los aspectos, también en el lenguaje, en la pronunciación, aunque debo reconocer que me resulta inevitable utilizar algunos argentinismos matizando un discurso “castellano”.
Tampoco busqué ambientes argentinos. Los amigos argentinos que tuve fueron los que ya conocía de allá. Creo que eso fue un ejercicio de integración, y también, hasta hace muy poco tiempo, he evitado la crítica a esta tierra, a la que lamentablemente fueron afectos muchos compatriotas. Siempre supe que éramos los huéspedes; vinimos aquí por elección personal con todas las consecuencias, nunca quise encontrar ni la cultura, ni los hábitos, ni las comidas, ni las formas de comunicación que había dejado, aunque eso es lo que más se extraña. Lo que más cuesta aceptar, es que uno tiene que adaptar su forma de abordar las relaciones personales, tiene que adaptarse a las del nuevo lugar y cuando vuelve y se ve inmerso en las que ha mamado en su infancia y juventud, lo recupera, y hay que ser muy dúctil para poder dar vuelta el chip cada vez que se cruza el océano.
También se siente mucho la diferencia entre esta sociedad tan estructurada y la otra tan desestructurada, entre el orden y el caos. La estructuración, en cierto modo, traba las posibilidades de cambio, pero las cosas, con esos límites, se pueden completar. Hay un sentido de la ley, de la palabra, de los plazos… Allá, la des-estructuración permite más creatividad espontánea, pero las cosas no se terminan, todo es bastante caótico, como si los ingredientes fueran los mejores, pero el flan no llegara nunca a cuajar… Entonces cuando uno trabaja aquí, extraña un poco ese hacer las cosas sin nada, sacar recursos creativos de donde no hay, pero quienes han vuelto a trabajar allá, padecen el síndrome de la desintegración, cierta irracionalidad y desorden que impregna toda actividad en Argentina, por lo menos en Buenos Aires.
Debo decir que el 2002 fue el año de mi reencuentro afectivo con Buenos Aires. Hasta un año antes, salvo en aquel viaje cuando murió mi padre, nunca había vuelto. El reencuentro no fue fácil, uno se hace una coraza para no tener nostalgia, aunque muchas veces la tuve de mi gente, de mi familia, de mis amigos, pero para sobrevivir uno entierra muchas cosas, no quiere vivirlas ni sentirlas. Sólo ahora, treinta años después, me puedo dar el lujo de integrar, de compartir, de vivir con el océano adentro, de poder estar allá y acá, en cierto modo, al mismo tiempo.
Enero 28 2006