En la oscuridad de la noche siento el frío en el cuerpo, el hueco a mi lado, el abrazo ausente. Angustiada, incrédula, me rebelo, lo odio. Está en la sala, puedo sentir su respiración acompasada, tranquila. Duerme plácidamente, está allí, echado sobre el sofá, ajeno, sin llamarme a su lado, sin desearme, inmerso en sus propios sueños.
Me pregunto qué pudo haber ocurrido, cómo llegué a perder su mirada cómplice, la eterna sonrisa, la caricia de sus manos fuertes, su boca que me recorría insaciable. Intento encontrar el momento exacto, el instante en que la puerta se cerró, separándonos. Imágenes imprecisas se mezclan en mi recuerdo: las risas, los susurros, las noches de ternura, las miradas ardientes, los cuerpos entrelazados, la pasión que compartimos.
Poco a poco aparecen otras: aquella mueca cuando no le gustaba alguna comida, aquel fruncir de cejas cuando usaba ese color turquesa con el que me sentía yo misma, aquella mirada brillante que se cruzaba con la de mi amiga Lucía. Pequeños momentos en los que antes no había reparado, pero que ahora veo como una vida paralela a la nuestra, una vida que fue tomando cuerpo, que se fue adueñando de nuestra historia, que se superpuso, ocupó su espacio, asfixiando nuestro universo construido en estos cinco años.
Me levanto y me acerco al sillón donde él duerme. Deseo abrazarlo, escurrirme silenciosamente bajo la manta. Ruego que él adivine mi presencia, que abra los ojos, que me mire, pero nada de eso ocurre. Corro a encerrarme en el baño donde ahogo un llanto convulso.
El espejo me devuelve una cara desencajada que me dice que no puedo quedar ahí, vencida, que quiero escapar de esta situación, de esta casa. Me visto silenciosamente, sólo me cuelgo al hombro un bolso con las tarjetas y mis documentos; cierro con sigilo la puerta, bajo las escaleras, salgo a la calle y, apurando el paso, me alejo.
Al dar vuelta a la esquina miro para atrás y lo veo tras la ventana, con el cigarrillo entre los dedos – ese gesto tan suyo- mirándome partir.
8/08/2002- 07/2005