JotaCé entre dos mundos
Cuento de Navidad
Caminaba casi corriendo por las sendas del Parque Chacabuco. De cada una de sus manos, de cada uno de sus dedos, salía una larga correa. En su punta iba atado un perro que paseaba orgulloso su color y su pelambre bajo el sol de verano.
Buenos Aires es una ciudad donde los perros tienen entrenadores a su servicio, hacen fitness irguiendo el cuello, estirando la cabeza; la nariz henchida de oxígeno y perfume de hierba húmeda. Igual se sentía JotaCé, paseador de perros, quien todos los días por la mañana daba la vuelta alrededor del parque y por la tarde los hacía correr por la hierba.
No tenía que usar silbato ni gritarles: con un leve movimiento de correa los dirigía como eximio jockey, controlaba su andar y sus carreras. JotaCé, cuando salía con ellos, sentía como si su cuerpo tuviera seis cabezas y veintidós pies. Paseador, ese era entonces su ser: él y los perros, los perros y él, bajo el sol, bajo la lluvia, con viento, con calor, con frío… Gozaba con esos paseos, su mente observadora y creativa iba descubriendo lugares, personas, situaciones, que luego vertía en sus cuentos.
Era un veinticinco de diciembre, a esa hora temprana en que las sombras se extienden sobre el suelo. JotaCé, al completar la vuelta, vio a su joven vecina que, sentada sobre la hierba, vigilaba a su cachorro y lo saludaba con la mano en alto.
—¡Feliz Navidad!— le gritó desde el camino, ya dispuesto a pasar bajo la autopista para terminar la ronda. Era allí donde los ladridos resonaban y tenía que cuidar que la mujer que había organizado en ese rincón su casa no les tirara piedras. Sintió que el aire vibraba como el agua de un lago tranquilo recibiendo una lluvia de pequeños guijarros, y vio del otro lado algo que no esperaba: no estaba más el sendero por el que siempre hacían el último tramo del paseo, tampoco la carretera sobre sus cabezas; se encontraba bajo un edificio que formaba puente apoyado en dos enormes pilares. El camino se había transformado: lo flanqueaba a un lado un muro de grandes piedras y al otro las rocas, el mar y los barcos. El parque era ahora un puerto; la senda, un largo dique con una señal en la punta. Las casas se habían alejado, verdes colinas asomaban en el horizonte y la joven que, desde el pasto, lo saludaba con la mano había desaparecido. En su lugar vio a su amiga BeBé, sonriente, sentada sobre una roca, saludando también con la mano. Observó el sol, vio que estaba justo en el cenit y supo que era mediodía. Los perros levantaron la cabeza, olía a yodo, y el viento les pegaba en el cuello. El perfume intenso del mar y la fuerte brisa los emborrachaba y tiraban queriendo llegar al agua.
JotaCé reconoció la bahía, sabía dónde estaba —había visto tantas veces las fotos—: allá, del otro lado de la autopista, más allá del Río de la Plata, del otro lado del océano. BeBé los guió a lo largo de la costa y pasaron muy cerca de la Torre de Hércules. Ella ya le había escrito contándole la leyenda y la historia de ese antiguo faro romano cuyo haz de luz ha girado desde entonces iluminando la noche. Y siguieron andando hasta llegar a la playa, que forma un amplio semicírculo que abraza al mar, con la silueta de los altos edificios detrás dibujando sobre el cielo un horizonte cercano. Y otra vez los perros se excitaron, tiraban para bajar las escaleras y, liberados de sus correas, se abalanzaron hacia el agua, mojándose las patas, revolcándose en la arena. Mientras, JotaCé y BeBé festejaban su encuentro: gozaban el contacto del agua y la espuma en sus pies desnudos, al tiempo que elevaban la voz por sobre el constante quejido de las olas al morder la orilla, él recitando poemas y ella contestando con canciones de ese otro mundo.
Continuaron su camino. «Acá no hay paseadores», le decía Bebé cuando JotaCé le preguntó por qué lo miraban con curiosidad. Y entonces le contó que sólo se podían encontrar fieros guardianes en las casas rodeadas de jardines de las afueras de la ciudad, pero que en esa zona tan urbana se veían cada vez menos perros y que por ello, él y los suyos resultaban personajes nuevos.
Al llegar al centro de la curva de la rambla que bordea la playa, se apartaron de la costa y recorrieron las estrechas callejuelas. Allí pudo reconocer el encaje de las fachadas de madera y vidrio de las que tanto había oído hablar, contempló las vidrieras desbordantes de bichos marinos invitando a la comida y escuchó el cantar de la gente de esa tierra al pasar a su lado. Hasta que alcanzaron la casa de BeBé y subieron por la antigua escalera; los perros se echaron sobre el suelo de la galería mientras el paseador reposaba…
Más tarde volvieron a salir bajo ese cielo que él no podía reconocer. La luna se asomaba pálida dibujando una C —la noche anterior, desde el jardín de su casa, él la había visto brillar mirando hacia el otro lado—, y las nubes y el aire frío contrastaban con el calor de aquella mañana en el Parque Chacabuco.
Fueron a ver el gran barco que, al final de esa mañana, igual que el paseador, había llegado a Puerto; y caminaron lentamente por el muelle, se sentaron un rato en los bancos para contemplar la costa iluminada, sintieron otra vez el olor a mar penetrando a través de la piel y, volvieron por el largo dique donde se habían encontrado, para llegar hasta la punta y mirar el paisaje de los montes que se adentran como dedos en el mar.
Al pasar bajo el edifico de los altos pilares, donde el viento se arremolina, vibraba el aire; él volvió a sentirlo como el agua de un lago tranquilo recibiendo una lluvia de pequeños guijarros y, uno a uno, los perros fueron desapareciendo y tras ellos JotaCé, que sentía cada vez más tensas las correas, fue arrastrado detrás y se esfumó tras las ondas brumosas del anochecer, mientras daba vuelta la cabeza y miraba con aire extrañado a su amiga.
Ella quedó allí, sin el paseador y sin sus perros, viendo delante sólo el vacío. Entonces se preguntó si lo habría imaginado, si todo habría sido un sueño…
JotaCé se encontró bajo la autopista, miró para atrás; su joven vecina lo seguía saludando con la mano en alto desde el pasto, los perros tiraban para tomar el camino que los llevaría a su casa, el sol de la mañana dibujaba sombras largas sobre el suelo. Se restregó los ojos, esperaba ver el puerto, los barcos, el oscuro cielo, a su amiga BeBé mirándolos cada vez más lejos; pero todo eso había desaparecido.
Entonces se preguntó si lo habría imaginado, si todo habría sido un sueño…
23/12/2004 – 10/05/2005
@ 2005