Supervivientes

El insecto avanzaba con gran dificultad por la alfombra de huesos que cubría totalmente el pavimento. Antes de aquellos días y noches de continuas explosiones, cuando las lenguas de fuego ascendían hacia el cielo, eso había sido la plaza principal de una ciudad populosa donde coexistían los seres humanos, los gatos, los perros…y las hormigas. A ésta se la veía solitaria, temblorosa y cansada, rascando aquí y allá en busca de alimento. Tenía que encontrar alguna abertura, meterse por el laberinto de tortuosos caminos para llegar a su hormiguero.
En la superficie, los edificios aparecían totalmente retorcidos como si les dolieran las entrañas, algunos totalmente caídos, las paredes destrozadas, todo estaba lleno de cenizas, formando un paisaje desordenado y yermo. No había cielo, una nube densa y gris cubría todos esos restos, un viento constante, frío y seco, levantaba las cenizas y las llevaba hacia lo lejos para dejarlas caer luego en un paisaje igualmente siniestro.
El silencio era casi absoluto, salvo el ulular de las ráfagas cuando aceleraban la velocidad a su paso y un sonido agudo que irrumpía, llenaba el espacio por un rato y luego desaparecía en forma brusca.
La hormiga había quedado rezagada y estaba perdida. Era un ejemplar con patas demasiado largas y finas para su robusto cuerpo y tenía que avanzar muy despacio haciendo un gran esfuerzo para subir y bajar por los huesos que encontraba en su camino.
No todas se habían adaptado a los cambios. Las que lo habían logrado tenían patas más gruesas que sostenían con firmeza y sin cansancio los cuerpos que habían quintuplicado su tamaño. Ya no existían aquellos seres humanos que las atacaban para defender los jardines y parques de sus grandes ciudades, pero tampoco había plantas y tuvieron que aprender a alimentarse del mineral de la osamenta ya pulverizada.
La vida no les era fácil, había un nuevo peligro, las ratas gigantes que circulaban entre los restos digiriendo enormes cantidades de desechos inorgánicos. Cuando se encontraban con una columna de hormigas, chillaban con fuerza y se abalanzaban sobre ellas pasando por encima, aplastándolas, dejando sobre el terreno los cuerpos despatarrados que luego eran devorados por sus crías.
El andar sola la había ayudado a salvar su vida. Las ratas nunca las atacaban si no iban en grupo, ni siquiera se daban cuenta de su existencia; sólo eran capaces de distinguirlas cuando la larga fila formaba un dibujo negro zigzagueante sobre la tierra desierta. Pero las hormigas no habían logrado perder el hábito de movilizarse como lo hacían antes de los días de destrucción y fuego, antes de que el olor putrefacto se enseñoreara del planeta, cuando iban encolumnadas cargando las pequeñas hojas verdes y llevándolas al hormiguero. Y por eso eran las débiles, las que quedaban rezagadas y solas, las que se libraban de su ataque repentino. Pero sobrevivían poco tiempo y morían por no ser capaces de encontrar suficiente alimento y de guardar fuerzas para volver al hormiguero.
¿Crees que habrá algo más sobre este planeta? —preguntó al que estaba a su lado un ser muy alto cubierto de una fina tela metálica con largas antenas saliendo de la enorme cabeza— ¿Algo más que este mísero ser diminuto?
Mientras, salía de su mano de cuatro dedos una larga pinza con la que, sujetando delicadamente a la hormiga por el cuerpo, la levantó por el aire y la metió en el recipiente brillante y esférico que sostenía su compañero. Inmediatamente después volvieron a su nave.

20 / 03 / 2002- 22/04/2005
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