Esta mañana me he levantado pensando en todas las cosas que me rodearon, que sentí parte mía y que he perdido, o he decidido dejar a lo largo del camino de la vida o me las tiraron. Todos mis libros de argentina, y tantos de ciencia ficción, de cosas que había leyendo en mi adolescencia o en mi juventud, un mundo de ideas que había descubierto en las letras que por entonces eran para mí una realidad, tan real como la vida misma, cuando mi madre decidió que a mí no me interesaban, cuando interpretó mal el que yo hubiera seleccionado para llevar primero lo de ella, para que tuviera su entorno cuando intentó vivir en esta tierra al morir mi padre, pero yo sabía dónde estaban, los sentía parte de mi vida, saber que estaban allá me tranquilizaba. Libros que habían quedado y que yo amaba. Tantos de historia argentina, de ciencia ficción, de literatura…que no me había podido llevar nunca, pero los sentía parte de mí misma. Recuerdo el dolor que tuve cuando supe que los había regalado o simplemente tirado a la basura…Y luego, cuando se volvió a la Argentina me dejó los suyos, y tengo tantos libros de arte que no significan nada para mí, no los miro nunca. Son recuerdos de sus viajes, de sus museos. No eran parte de mi vida y de mi afecto. O cuando tiraron los libros de ciencia ficción porque, por un escape de la cañería de agua, estaban húmedos, libros que me unían en el recuerdo a quien hacía poco había fallecido. Sin embargo ahora encontré dos en una librería de viejo en Buenos Aires. Tanto recordaba Más que humano, y cuando ahora lo volví a leer, ya no era igual. Como nosotros mismos, llevamos a cuesta los objetos que realmente están unidos a otro momento, a otro yo, al de aquellos años en que los compramos. Pero vamos cambiando en la vida, quizás realmente ahora no significan nada, ya no nos emocionan como entonces, es como tirar cuerdas para atrás, pero el atrás ya es de otro camino por el que vamos andando ahora. Y la casa de la calle Uriarte que hoy podría ser para mí y para mi hijo. En un barrio entrañable y ahora es lugar de moda y de turismo. Al lado de la placita triangular donde nos sentábamos a tomar el sol. Cuánto daría por tener dinero para comprarla de nuevo, a cualquier costo. Sin embargo, sabias las palabras que me dijo mi hijo, que tenía valor afectivo para mí, pero no para él, que no importaba que la hubiéramos vendido. Casa chorizo de varios departamentos y al final, subiendo una escalerita, dos habitaciones de bovedillas muy altas donde habíamos construido con nuestras propias manos un entrepiso de madera, y luego, cuando desaparecieron los inquilinos, y cuando nadie de la familia quiso ir a vivir allá, yo misma dije un día, «la vendemos», para evitar problemas a mi padre que no los hubiera tenido, sólo había que cerrar la casa y dejarla tranquila. Pero no, así, en un momento, como tantas decisiones tomadas así, en un momento crucial, decidí vender la casa y Mario que me dijo que sí, que lo hiciéramos. También , un día, sentí que me tenía que mudar de la casita que fue nuestro caparazón tantos años acá y nos vinimos a este piso antiguo, en el centro. Sentí que me pesaba el pasado, la había reformado cuando llegó mi madre, y cuando se volvió a ir estaba impregnada de su dolor de reciente viuda después de compartir vida durante más de cincuenta años, ya no era mía, sentí que no me dejaba vivir, era su dolor y también del mío y la vendí y aquí llegué. y quizás ahora quisiera otra vez ir a otro lado, mudar mi piel, otra vez las circunstancias han cambiado. Hace un año tiré todas las cosas de mi trabajo, sentí que me pesaba, que era un momento nuevo, que no tenía sentido guardarlo. Que todo eso no valía nada. Sólo dejé lo de Mario, me sentía responsable de mantenerlo, no sabía bien para qué, pero tenía que hacerlo. Menos mal, si no, nunca se hubiera podido escribir el libro. Tantas cosas perdí y fui dejando, al final, hay que aprender a vivir sin las cosas, uno es uno, se aferra a los objetos, nos dan seguridad, es como llevar a cuestas el pasado. Los libros, son tantos, nunca se agarran, están ahí, pero un día uno busca uno y no lo encuentra, y se desespera, el desorden es como matarse de a poco, como escamotear ese colchón que nos envuelve, hacerle agujeros. Creo que cuando tiramos algo, o lo perdemos, o no sabemos donde está, eso es lo que hacemos, matarnos un poco, quizás para cambiar de piel, como las arañas, para transmutarnos. Se lo que es el dolor de recordar todo eso, de añorarlo, lo que nos quitamos de encima, muchas veces quisiéramos volver a tenerlo, quisiéramos su abrazo. Y tenemos que hacernos fuertes, saber vivir sin nada, sólo con nosotros mismos. Es como que la gente a nuestro alrededor desaparece, por la vida, o por la muerte, pero quisiéramos crear lo inmutable con los objetos que nos rodean. Son como una barrera contra el tiempo, contra lo inexorable. Por eso cuando no lo tenemos nos sentimos vulnerables, como si estuviéramos desnudos en el frío del invierno. Sin nada somos sólo nuestra circunstancia presente, pero se puede vivir así, ligeros, sin lastre, haciéndonos fuertes, teniendo como piel nuestra frontera.