La puerta estaba cerrada., tocó el timbre y nadie le abrió. No se para qué lo tocó, ya sabía que nadie le iba a contestar. Caminó hasta la ventana seguro de que estaría abierta, era lo que siempre hacía, para qué llevar la llave…Pegó un salto y ya estaba adentro, en la cocina. Encendió la luz, cortó un trozo del queso que estaba arriba de la mesa, abrió el pan, agregó una loncha de jamón de la heladera, y empezó a comer mientras recorría la casa, encendiendo a su paso las luces. Pero no hacía falta, ya sabía todo, dónde la iba a encontrar, la posición exacta…y caminó automáticamente en busca de lo inevitable.
Cuando llegó al living, estaba allí, como si no se hubiera movido desde el día anterior, exactamente en el mismo lugar, cual dibujo sobre la alfombra de lana verde, con el vaso tirado a su lado y una mancha roja que cada día se mojaba y se secaba más tarde, uno y otro día, y otro día, y otro día… La levantó en brazos, la llevó cuidadosamente hasta el dormitorio, la echó sobre la cama, la tapó con una manta y siguió camino hasta su cuarto. Ella no sentía nada, parecía muerta, pero estaba viva, así la encontraba la noche y así la encontraba Gerardo al volver de la facultad más tarde.
Se sentó en la cama, masticando su pan y su vida. Era alto, moreno, ojos grandes y boca fina que había olvidado la sonrisa. Había quedado allá, a orillas del mar, con sus amigos, con sus paseos tan libres sintiendo el viento. Miraba la pared con las fotos, desde allí le sonreía aquella cara de mujer-niña, su amigo corriendo por la playa, él mismo saliendo del agua… La casa, la mujer en la alfombra, la mancha de vino, todo desaparecía y se encontraba de nuevo caminando al lado de las dunas, riendo a la vida, bajo el sol y la lluvia de Carrasco. Y luego vio, como una nube que pasaba por el techo a su amiga en el ómnibus llamándolo y el barco que lo trajo a Buenos Aires y el frío y la lluvia de esta ciudad cuando caminaba buscando trabajo…y de nuevo allí, la imagen tendida, ausente…
Vio todo eso: su vida, la vida que tenía que vivir y, sobre todo, la vida que tenía que gozar. Porque él era así, positivo, sabía disfrutar su existencia tal como venía, sin quejarse jamás, sin pedir nada a nadie, dando su protección, su cariño, a esa mujer enferma que había renunciado a la lucha y al goce, las dos cosas que Gerardo cuidaría no perder jamás.
25/08/2004