La arquitectura y yo – I
Era un atardecer en Leandro N. Alem, Misiones. La escuela se erguía en medio de la nada, con sus altos parasoles y su techo con forma de alas de pájaro. La gárgola sostenida por pilares que se repetían como lanzas de un ejército en avanzada, en el centro del edificio, majestuosa, juntaba toda el agua de las copiosas lluvias tropicales y luego la vertía por las puntas, se las trataba y se usaban.
El sol se iba poniendo y las sombras iban penetrando el gran espacio bajo el cual, como si se tratara de casas bajo la bóveda del cielo se organizaban los volúmenes de la administración, los talleres abiertos en el techo , la cáscara del hiperboloide elíptico con sus curvas cálidas del aula de música y la tira de las aulas.
Sentada contra la sala de música, en el suelo, mirando hacia el espacio de los talleres, me sentía atrapada por el espacio. La combinación de curvas y de rectas, la gran altura del techo y su perfil ondulante, la trama de horizontales y verticales de los parasoles se iba difuminando a medida que las sombras de la noche se iban profundizando.
Ahí, me sentí atrapada por esas sombras, por esas proporciones, me sentí parte del espacio, me quedé largo tiempo, dejando de pensar, dejando de razonar, sólo sintiéndome parte del universo a través de la emoción del vivir ese espacio.
La arquitectura y yo – II
Caminamos, esa mañana de primavera, con un sol que dibujaba las sombras de los árboles sobre la calle, por La Plata. Llegamos a la casa. Un muro con un parasol y una pequeña puerta nos separaba del patio.
La casa no era simple. Detrás vivienda, a la que se accedía por una rampa y adelante, subiendo otra rama de la rampa el consultorio anexo a la casa.
Comencé a subir por la rampa, y , cuando llegué al centro del primer tramo, sentí, en ese punto que el espacio vibraba dentro de uno.
Estaba ahí, paralizada, con la vivienda con sus dos pisos delante, detrás el volumen de la consulta, las dos ramas de la rampa atravesando inclinadas el espacio, a la derecha un pequeño patio con un árbol. Y ahí, las proporciones, el árbol, el blanco de la casa, la verja de hormigón con su parasol y su puerta , todo eso se resumía en la sensación de plenitud, de pertenencia al lugar, como si nos sonara dentro el diapasón del espacio.
La escultura y yo
Recuerdo cuando , una mañana de domingo, probablemente una soleada mañana de invierno, fui al Museo de Bellas Artes de Buenos Aires a ver las esculturas de Bárbara Hepworth.
Siento aún claramente mi emoción, recuerdo cómo caminaba, diría que corría de una a otra, sintiendo la voluptuosidad de sus formas blandas. Las vetas de la madera pulida, tersa como un mármol, se marcaban en la superficie marrón y cálida. Daba vueltas y vueltas entre los volúmenes, excitada, extasiada. Recordaba mi amor por las esculturas de Miguel Ángel que espiaba cuando mi tío las estudiaba. Y éstas tan distintas, tan abstractas de algún modo, sin embargo, me producían una emoción similar. Las formas eran abstractas, pero las curvas expresaban formas femeninas, humanas. Así estuve mucho tiempo, vagando, mirando, tocando subrepticiamente la suave textura y sentí la excitación, el enamoramiento de la forma, el deseo de dedicarme a eso, a la escultura…
10/6/2004