El espejo

Caminaba con paso enérgico por el medio de la calle, la noche era cerrada y la lluvia caía persistentemente. Sentía el golpe de las gotas sobre su cabeza a través del sombrero de ala ancha que gustaba usar a guisa de paraguas. Silbaba bajito y a medida que avanzaba, daba puntapiés certeros a los guijarros que encontraba en su camino sin preocuparse de pisar los charcos. Eran las dos de la mañana, se sentía liberado después de haber dado fin a un interminable día de trabajo.
Al llegar a su casa pasó por el amplio hall donde, como siempre, una luz suave y tenue, que estaba permanentemente encendida, lo esperaba. En la gran pared a su derecha, detrás del sillón y el mueble bajo donde apoyaban el teléfono y los numerosos retratos de familia, estaba colgado un gran espejo con el grueso marco de madera tallada. Este conjunto, de colores oscuros y cálidos, le recordaba siempre la vieja casa de sus abuelos, de donde lo había rescatado. Cada noche al entrar y cada mañana al salir, miraba para ese costado y se veía reflejado; era un modo de ver desde fuera sus alegrías y sus tristezas, que se leían en el azogado plano, un rictus de ansiedad, una ligera sonrisa de bienestar, los ojos cansados por el diario trajinar, o brillantes por la excitación y el placer fugaz.
Al pasar, se arreglaba siempre el pelo, abundante y expresivo. Ese detalle era para él fundamental, con un rápido movimiento de la mano, parecía querer acallar expresiones de desencanto, de agotamiento, de ira… era lo que le devolvía una imagen deseada, tranquila, descansada, dispuesta para la lucha cotidiana.
Esa noche, al llegar, Juan encontró la casa en calma. Cuando se acostó, Camila, profundamente dormida, respiraba suavemente. Sintió una gran ternura y comenzó a acariciarla en las nalgas, en la espalda, despacito, cavilando sobre el amor que no desaparecía nunca, ni con las broncas, ni con las desilusiones, ni con las diferencias que parecían querer ahondarse a lo largo de los años…
A la mañana siguiente, después de levantarse, de su ducha cotidiana y de tomar el desayuno, puesto ya el abrigo, y con su portafolio en la mano, Juan pasó por el espejo, camino del colectivo y del trabajo. Se miró rápidamente, se corrigió el gesto del mechón que caía sobre la frente y algo le extrañó de su imagen. Pero como iba apurado no volvió sobre sus pasos. Creyó haber visto su bufanda color verde y, no cabía duda, tenía una de las puntas entre sus manos, era azul.
Al volver por la noche y pasar nuevamente, volvió a sentir la misma sensación, su abrigo no tenía tantos botones. Y eso no sucedió un solo día, sino durante semanas, en que notaba, casi siempre, diferencias sutiles en detalles de la ropa, o en gestos de la cara. La creía ver blanca, cuando la sabía roja por la velocidad de su marcha, al venir caminando por las calles de su barrio, o los ojos frescos y brillantes en días en que venía agotado y con la vista cansada por horas y horas con la PC sin descanso…
Juan comenzó a preocuparse, algo no andaba bien, algo extraño estaba pasando. No sabía si ir a ver a un oculista o a un psicólogo, si recordaba en forma confusa lo que había visto o todo era fruto de su imaginación. Temió estar volviendo a las experiencias de su primera infancia en casa de sus abuelos, donde el espejo, al que entonces atribuía un carácter mágico, lo hacía penetrar en mundos fascinantes. En aquellos días,. cuando los rayos del sol daban sobre la superficie y se reflejaban en su cara, él veía personajes extraños con los que vivía inolvidables aventuras. Y le inquietaba que esta supuesta regresión pudiera llegar a ser un síntoma de senilidad prematura.
Por supuesto, no dijo nada a su mujer, tenía vergüenza, no quería que se enterara de esa debilidad. Así que calló, pero cada vez miraba con más inquietud al espejo, temiendo que aumentaran las diferencias entre lo que veía y la realidad y lo que era peor, sin estar nunca absolutamente seguro de que hubiera realmente esa diferencia. Por temor a lo que pudiera descubrir, nunca se paraba a observarse un rato largo, Pero no podía dejar de mirar, el extraño hecho le atraía y le provocaba una preocupación cada vez mayor.
Un día, decidió volver más temprano del trabajo y hacer pruebas, a esa hora en que su mujer no estaba y podría entonces observar su imagen con calma , cambiar la expresión de su cara, cambiar de ropa, y comprobar qué ocurría. Corrió hasta la parada del colectivo y al llegar, enfiló a paso raudo hasta su casa. Abrió con sigilo la puerta, temeroso de la prueba que había decidido hacer y se dispuso a pasar lenta y atentamente frente al espejo. Tenía clara en su mente la ropa que llevaba puesta, había mirado en una vidriera por el camino la expresión de su cara, la posición del mechón…tenía clara y consciente su imagen. Podría esta vez saber con seguridad si se espejaba nítidamente, si él imaginaba y veía cosas inexistentes…
Cuando comenzó a caminar por el hall oyó a su mujer canturreando en la cocina. ¿A esa hora? Tembló, pensando que ya comenzaba a escuchar voces…
Pero al pasar frente al espejo lo vio, esta vez nítidamente, no había duda, Ya no tenía nada que ver la ropa con la suya, era casi igual a él, la misma altura, el mismo pelo, casi los mismos rasgos. Estaba sentado, con su bata de baño semiabierta, una taza de café en la mano, expresión de gozo en su cara y en ese momento Camila, envuelta también en una toalla, llegaba con las tostadas y se sentaba a su lado…

23/5/2004

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