Buenos Aires, a las tres de la mañana de una noche de invierno seca y fría, tiene sus calles desiertas. Todas las casas se ven a oscuras, con las cortinas corridas y las ventanas cerradas. Sólo se escucha el ruido de las pisadas de un grupo de jóvenes al caminar a paso rápido por la acera, donde la luz de los faroles dibuja las sombras de las ramas: negras siluetas de formas retorcidas.
El taller es un faro en la noche. Su amplia boca, que ocupa todo el ancho del local, ofrece el interior iluminado por tubos fluorescentes. Al fondo, medio atento y medio dormido, el sereno está sentado en una incómoda silla de madera.
Irrumpen en el local. Son tres, dos hombres y una mujer, dispuestos a llevarse un coche. Sin violencia, pero violentamente. El arma aparece en una mano que no tiembla, una voz firme reclama las llaves y las obtiene. Todo es muy rápido, ya se está poniendo el motor en marcha y salen a toda velocidad a través de las calles silenciosas. El guardián queda paralizado por el temor y las amenazas.
Media hora más tarde, el coche ha desaparecido en el garaje de una casa como todas, en las afueras de la ciudad, dispuesto a camuflarse, obligado a compartir la clandestinidad y el destino del grupo del que pasó a formar parte. Es rojo, de mórbidas curvas que habían llamado la atención de Carlos, allá en el taller. Fue una decisión instintiva, lo siempre soñado, del color y la forma de aquel cochecito que en su niñez era la estrella de su escuadra, la envidia de sus amigos. Dentro, un tapizado suave, gafas de sol y guantes de cuero en la gaveta. Sentía un placer sensual cuando, atento al volante y atento a los peligros que lo acechaban, apretaba a fondo el acelerador. Con ese coche, nadie podría alcanzarlos. Le daba tranquilidad, seguridad, confianza.
Pero no sólo Carlos lo había soñado…
Unos días después, haciendo tranquilamente su ronda, un policía se encuentra con él. No era especialmente grande, no era un Ferrari, no era un Porsche, pero era tan bello que no podía dejar de mirarlo; como una modelo cuando, deseando pasar inadvertida, con camisa, vaqueros y la cara lavada, se pasea con su perro, y sin embargo hay algo en su andar, en su manera de mirar, en su seguridad, que la delata. Así también ese coche parecía querer ser como los demás, pero tampoco lo era.
El policía se acercó a observarlo. Lo acarició, se imaginó manejando por los caminos, con la ventanilla abierta, buscando quien se subiera, porque seguro que con ese coche podría invitar a alguna de esas mujeres que sólo podía soñar a la distancia. Entonces, cuando se agachó para mirar dentro, lo vio, vio algo en lo que Carlos no había reparado, un detalle especial. Es que era tan sutil, que casi no se advertía. El número de la patente estaba grabado, muy pequeño, en la parte inferior de la ventanilla del lado del conductor, de tal modo que sólo se leía cuando estaba cerrada. Y Carlos, que acostumbraba manejar con su codo hacia afuera, el vidrio siempre bajo, no lo había notado.
El policía, cuando ya se alejaba, sacó una libreta de su bolsillo y copió el número de la chapa para jugarlo en la lotería del siguiente sábado. Era una cábala, seguro que lo podría lograr, este coche le daría la suerte soñada. Pero algo no andaba, algo parecía no funcionar: no era el mismo número que había visto en el cristal. Volvió sobre sus pasos, miró nuevamente el grabado en la ventanilla y comprobó que no concordaban.
Media hora más tarde, una brigada camuflada entre la gente, esperando, estacionada en las cercanías, acechaba…
Julio de 2003