Por la ventana de la inmensa nave se veía constantemente el sol rojo del atardecer y ese paisaje permanente, inmutable… Todos vivían esa sensación de perennidad, de estar haciendo siempre exactamente lo mismo, en el mismo espacio, mirando el mismo horizonte, el mismo círculo rojo, que teñía las nubes que se veían debajo, como un manto ondeado donde se veía emerger, en un punto hacia la izquierda, una formación alta, cual meseta, negra en su parte superior, que escondía una tormenta que nunca iba a llegar a ver desencadenarse.
Un grupo de funcionarios estaba siempre en el mismo punto de los pasillos y escaleras, haciendo un control infinito. Sus trajes blanco plateados, de pantalones sueltos y recogidos en los tobillos, sus chaquetas abotonadas hasta lo alto con un cinturón de color sobre la cadera, expresaban la jerarquía de quien lo portaba.
Había seres que sólo comían. Estaban sentados ante una mesa, repitiendo las mismas palabras, mirando el paisaje tras la ventana, tomando trozos de carne que nunca se acababan como si se reprodujeran allí, dentro del plato.
Otros no salían de la cama, estaban siempre durmiendo, y los había que estaban enlazados por la pasión, repitiendo gestos y palabras permanentemente, en un obsesivo juego de amor, que no tenía final.
Era un mundo feliz, en el que cada uno disfrutaba el rol que el azar , quién sabe cuándo, había definido para cada uno. Y desde entonces, vivían en un estadio de paz, sin cuestionarse nada, en ese mundo tan homogéneo, donde el paisaje se veía siempre igual, a través de las ventanas .Allí no se hablaba, las voces parecían perturbar ese oasis de existencia constante donde era inútil la conversación, donde todo estaba previsto.
Pero el estudiante, a pesar de que siempre leía la misma frase de su libro de matemáticas, estaba obsesionado por un enigma, un extraño aparato que había colgado en una de las paredes, y que no respondía a las leyes generales de ese mundo. Y todos lo veneraban, había una persona permanentemente cuidándolo, limpiándolo, abriendo y cerrando una pequeña puerta de vidrio. Eso era lo insólito, el abrir y cerrar, el cambiar de estado un objeto. Pero ese era diferente, era sagrado, se suponía que abría campos de conocimiento de un mundo superior, inquietante, desconocido…
¿Por qué si todo era siempre igual, había esas dos manecillas que giraban constantemente? Ese era el extraño enigma, un objeto, un fenómeno que parecía transgredir todas las realidades del mundo en que vivían. Ese mundo absolutamente estático, siempre la misma luz, siempre el mismo susurro exterior. Tenía dos agujas, una más larga y una más pequeña, números formando un círculo, y una bola que colgaba hacia abajo y se movía constantemente…Ese objeto indicaba algo, pero no podía nadie imaginar cuál podría ser su significado.
El estudiante estaba siempre leyendo la misma página, sin pensar que más allá, en su propio libro, seguía habiendo respuesta a sus preocupaciones, a su inquietud. Un objeto que se comportaba de otra manera, qué mundo de posibilidades podría inventarse con ello. Eso es lo que hacían el pintor y el poeta, sentados permanentemente frente a eso, uno perennizándose en la pincelada que intentaba copiar los números y el otro, que estaba siempre a punto de expresar el movimiento con palabras, pero nunca pasaba de esas dos primeras que estaba escribiendo el día del magno suceso…
Debajo, en un lugar desconocido para todos, una gran computadora dirigía la nave, cuidando ese mundo inmutable, eterno, que vivía siempre a la misma hora, del mismo día, la misma temperatura, donde las gentes se volverían casi abstractas, integradas en ese no-tiempo…
Pero ahí estaba el enigma de ese objeto que, de golpe, tañía un sonido fuerte, siempre distinto,…el estudiante quería que desapareciera, hablaba en voz alta, decía que no se podía admitir esa anomalía, y su descontento se iba extendiendo, la gente lo miraba con desconfianza. Por primera vez, algo perturbaba la apática aceptación de su propia realidad inmutable.
El estudiante no se rendía, era algo que ponía para él, en duda, todo el sistema de valores, algo que transgredía las reglas fundamentales del lugar…Y comenzó a obsesionarse, quería hacerlo desaparecer, pero no sabía cómo, no sabía nada más que mirar su página del libro permanentemente. Pero mientras la miraba, ya no podía pensar en ella, sólo pensaba en el misterioso objeto y en el hombre que, una y otra vez, abría y cerraba la ventanita… Y pensó que ese era el quid, que tenía que hacerlo desaparecer, que sin él el artefacto se pararía y nada perturbaría las reglas esenciales de ese lugar. Era él mismo quien debía ocuparse del objeto, y así, teniéndolo cerca, podría desentrañar el misterio.
Y un día tomó fuerzas, guiado por un instinto imposible de frenar, lo cogió con fuerza y lo sentó frente a su libro de matemáticas y él se aferró a su preciado objeto.
En ese momento, todos miraron azorados la ventana, el sol se había movido un poco, la luz había cambiado de tono, el mundo inmutable comenzaba a moverse…
22/6/2003