Sentada en el sillón frente a la ventana abierta, los anteojos caídos sobre la nariz, miraba atentamente su tejido. La aguja de crochet se movía rápida y hábilmente y tras sí iban creciendo las hiladas. Miraba hacia afuera, esa mañana de invierno, límpida y luminosa, en que el sol se colaba a través de las hojas del árbol que tendía sus ramas tras los cristales. Las sombras de las ramas en las paredes de la habitación giraban a lo largo del día. Tres, casi paralelas, formaban un dibujo geométrico perfecto, como si allí hubiera un hueco con rejas. Bajó la vista hacia la pequeña canasta donde guardaba las lanas y vio como se agrandaba, se llenaba de ovillos y la habitación se alargaba y se ensanchaba hasta convertirse en un pabellón donde a un lado se alineaban, desde la entrada hasta el fondo, todas las camas.
En una punta de ese gran espacio, cerca de la reja de entrada, los colores más hermosos se arremolinaban en la canasta. Como pelotas, los ovillos azules, lilas, rojos, verdes, amarillos, se superponían desordenadamente. A su alrededor, unas diez mujeres, atentas a su labor, se dedicaban a tejer. Y mientras tejían, iban también desgranando historias, anudando amistades…
En esa actividad, Diana, la cordobesa, era la reina, estaba atenta a lo que todas hacían, explicaba un punto aquí, una técnica allá, con esa cadencia en el hablar tan propia de su tierra, que sonaba relajante, maternal, atenta. Conocía todos los trucos, todos los puntos, y con paciencia, les enseñaba los secretos. La aguja de tejer crochet es corta, se convierte en una parte de la mano, y mediante hábiles movimientos, a derecha e izquierda, se va ensartando , enlazando el hilo, formando nuevos puntos, mientras con la otra, se sostienen el tejido realizado y el hilo que se va a ir usando, de modo que esté en la posición necesaria para lograr el resultado deseado. Y Lo interesante es trabajar con muchos colores, cambiando el hilo que está a la espera, y así se puede crear motivos geométricos o informales gamas, o detalles inesperados que convierten el tejido en una explosión cromática. Lo habitual era hacer bolsos, pero también gustaban hacer tapices para cuartos de niños, alegres, abstractos, de colores fuertes. Lo importante era lograr la perfección absoluta del tejido, el punto de tensión y tamaño constante, los bordes rectos.
Así pasaban horas y horas por las tardes, llenando ese vacío de vida de las cárceles. Todo era simplemente una espera, espera de un juicio en el caso de esas mujeres, espera de que pasara una condena en otros. La tensión de la lejanía del mundo, de la incertidumbre del futuro, se diluía en el movimiento rítmico de las manos y la sensación de estar creando belleza, de estar armando cosas que entregaban como acto de amor, de comunicación con seres que sólo pululaban en los intersticios de sus recuerdos., daba sentido a ese tiempo suspendido de sus vidas.
Los domingos les llevaban los hilos y entregaban los trabajos terminados. Ese día era una fiesta, les llevaban también comida, pero, sobre todo, iban a visitarlas. Esa conexión con el mundo exterior, era un viento de emociones que invadía el espacio. Los domingos no se tejía. Los ovillos permanecían inmóviles en su canasta. Pero había mucho más movimiento alrededor. Cuidado en el vestir, carreras hacia la salida cuando se escuchaba un nombre al que anunciaban la visita. Risas o llantos a la vuelta. Malas y buenas noticias que entraban como lluvia de palabras a través de las rejas que dibujaban también, sobre los rostros de sus hermanos, sus maridos, sus padres, un dibujo como el del cuadrado a través del que veían el cielo.
Tejer era un trabajo, algo importante, ver surgir de entre los dedos una tela, como un cuadro. La maestría de saber aumentar y disminuir puntos, les permitía hacer formas circulares, tejer boinas para los compañeros, a los que no podían ver, pero a veces oían a la distancia, cuando cantaban, como forma de comunicación con ellas, en otro pabellón distante.
En ese micro-mundo aislado, dos eran los enlaces con el exterior: la familia y los abogados. La familia traía afecto, las noticias de los amigos, la expresión de la vida cotidiana, del trabajo. Los abogados, mensajes, noticias, y a veces, hasta esperanzas.
El encierro generaba tensiones y con las tensiones, surgían los conflictos. Muchos en los trabajos comunes, en los equipos que a lo largo de la semana se iban rotando, los que limpiaban el pabellón, los que se ocupaban de la cocina. Otros, en la mera convivencia forzada, que producía rencillas, rivalidades.
Esta situación se veía agudizada por las diferencias de formación, de procedencia, de cultura, de edad, de situación familiar… La estancia en ese pabellón, sin intimidad, donde la vida debía ordenarse, organizarse, para evitar la desesperación , resultaba , inevitablemente, una dura escuela de convivencia. Era importante tener algunas horas de aislamiento, de actividad personal, de silencio, para leer, estudiar, soñar, para poder luego soportar el hacinamiento, la falta de soledad obligada.
Por eso era tan importante ese tejer colectivo que unificaba. La obra maestra fue una corbata. Una corbata es una pieza muy larga y estrecha, que, además, tiene un ancho permanentemente variable, y lo difícil es que los bordes queden absolutamente rectos. Y esa estaba perfecta. Con un color de base y con rayas de otro tono cada tanto, las bandas horizontales todas exactamente del mismo alto. Estos tejidos eran expresiones de amor, de amistad, de compañerismo, de gratitud.
También la gimnasia era otra actividad que las unía, que equilibraba una vida tan estática en el espacio como suspendida en el tiempo y se hacía en el patio, ese pequeño patio de altos muros, donde sólo se podía ver hacia arriba el cielo, pero que se sentía como una eclosión de libertad, al sentir el aire, el sol, el agua…y ese momento se esperaba con ansiedad. Esos patios donde, en alguna ocasión, un helicóptero llegó en audaz proyecto de huída.
Las horas de tejido eran también una forma oculta, clandestina, de reunión política. Lo que las unía a todas, la razón de su estar allí, era su militancia. Pero eso también las separaba. La pertenencia a distintos grupos ideológicos, su respuesta en los casos de tortura, su inserción mayor o menor, generaba una especie de escala jerárquica y de confianza. En eso, Diana, la cordobesa, la de voz maternal y dulce, también estaba en primer plano. Pero todas esas diferencias parecían diluirse, batidas por el movimiento de las agujas de crochet, que las enlazaba, tanto como enlazaba la lana.
Esa vida monótona, que les daba la sensación de que siempre habían vivido así, y que siempre lo seguirían haciendo como si se tratara de una eternidad homogénea, se veía perturbada por los acontecimientos que las sacudían.
Uno importante eran las nuevas llegadas, cuando se arremolinaban todas, acosándola a preguntas, para saber las causas, recibir las novedades de fuera, allí, sin rejas, sin guardias que escucharan, sin límite de tiempo y, lentamente, se integraban en esa sociedad estructurada, jerarquizada y en muchos casos pasaban a formar parte de ese mundo de los bolsos y los tapices, de esa actividad tan valorada, y se unían al grupo y, con paciencia, Diana les iba enseñando a formar la primer cadena , la base del tejido y luego lentamente comenzaban a aprender a ensartar la aguja y a ir tomando los puntos, formando las otras hiladas.
Se vio ella misma, liberada de culpas en el juicio, pero no del encierro que se sentía como eterno, que no se sabía nunca cuando terminaría, llamada para un largo viaje, a otra cárcel, lejos de la familia, yendo hacia otro mundo, de celdas individuales, sin agujas, sin hilos, sin la posibilidad de comprarlos, donde perdería esa relación profunda, estrecha, que ese acto colectivo de creación había logrado.
El sol entró de lleno por la ventana otra vez amplia, baja. La aguja que había quedado en el aire, paralizada, comenzó a moverse rítmicamente, y esos hilos de colores que descansaban a su lado en la pequeña canasta eran, inexplicablemente, lo único que lograba enlazarla a aquel pasado que había sepultado en su memoria.
12 / Enero / 2003
CREANDO TAPICES (versión enviada a Junín país)
Sentada en el sillón frente a la ventana, los anteojos caídos sobre la nariz, seguía atentamente su tejido. La aguja de crochet se movía rápida y hábilmente y tras sí iban creciendo las hiladas. Miraba hacia afuera, esa mañana de invierno, límpida y luminosa, la silueta de las ramas que crecían tras los cristales. A medida que pasaban las horas, las sombras que arrojaban iban girando sobre las paredes de la habitación. Tres, casi paralelas, formaron, en un momento de su deambular, un dibujo geométrico perfecto, como si allí hubiera un hueco con rejas.
Bajó la vista hacia la pequeña canasta donde guardaba las lanas y la vio crecer y llenarse de ovillos mientras la habitación se hacía cada vez más larga y más ancha, hasta convertirse en un pabellón donde a un lado, en perfecta formación, desde la entrada hasta el fondo, se sucedían todas las camas. En una punta de ese gran espacio, cerca de la amplia reja de entrada, los colores más hermosos se arremolinaban en la canasta. Como pequeños globos, los ovillos azules, lilas, rojos, verdes, amarillos, se superponían desordenadamente. A su alrededor, unas diez mujeres, atentas a su labor, se dedicaban a tejer. Y mientras tejían, iban desgranando historias, anudando amistades…
En esa actividad, Diana, la cordobesa, era la reina, estaba atenta a lo que todas hacían, explicaba un punto aquí, una técnica allá, con esa cadencia en el hablar tan propia de su tierra, que sonaba relajante, maternal, atenta. Conocía todos los trucos, todos los puntos, y con paciencia, les enseñaba los secretos. Escuchó nítidamente sus palabras: ”La aguja de tejer crochet es corta, una verdadera prolongación del dedo…” y la vio mostrando cómo debían hacerlo…Lo importante, la culminación, era poder participar en el tejido de alegres tapices que imaginaban decorando algún cuarto para niños. Por eso trabajaban con muchos colores con los que se podían crear motivos geométricos o informales gamas que convertían el tejido en una explosión cromática. Y se debía lograr la perfección absoluta: los bordes bien rectos, los puntos de tamaño constante.
Así pasaban horas y horas por las tardes, llenando ese vacío de vida de las cárceles. Todo era simplemente una espera, espera de un juicio en el caso de esas mujeres, espera de que pasara una condena en otros. La tensión de la lejanía del mundo, la incertidumbre del futuro, se diluía en el movimiento rítmico de las manos y la sensación de estar creando belleza, de estar armando algo que entregaban como acto de amor, de comunicación con seres que sólo pululaban en los intersticios de sus recuerdos, daba sentido a ese tiempo suspendido de sus vidas.
Los domingos recibían los hilos y ellas entregaban los trabajos terminados. Ese día era una fiesta, les llevaban también comida, pero sobre todo, iban a visitarlas. Esa conexión con el mundo exterior era un viento de emociones que invadía el espacio. Los domingos no se tejía. Los ovillos permanecían inmóviles en su canasta pero había mucho más movimiento alrededor, carreras hacia la salida cuando se escuchaba un nombre al que anunciaban la visita. Risas o llantos a la vuelta. Malas y buenas noticias que entraban como lluvia de palabras a través de las rejas que también, sobre los rostros de sus hermanos, sus maridos, sus padres, creaban un dibujo como el del cuadrado a través del que veían el cielo.
Tejer era el surgir de entre los dedos una tela, como si fuera un cuadro. La maestría de enlazar, de crear las hiladas, de saber aumentar y disminuir puntos, les permitía hacer formas circulares, tejer boinas para los compañeros a los que no podían ver pero a veces oían a lo lejos cuando cantaban, como forma de comunicación con ellas, desde otro pabellón distante.
En ese micro-mundo aislado, dos eran los enlaces con el exterior: la familia y los abogados. La familia traía afecto, las noticias de los amigos, la expresión de la vida cotidiana, del trabajo. Los abogados, mensajes, noticias, y a veces, hasta esperanzas.
El encierro generaba tensiones y con las tensiones surgían los conflictos. Muchos en los trabajos comunes, en los equipos que a lo largo de la semana se iban rotando, los que eran responsables de la limpieza, los que se ocupaban de la cocina. Otros, en la mera convivencia forzosa que producía rencillas, rivalidades. Esta situación se veía agudizada por las diferencias de formación, de procedencia, de cultura, de edad, de situación familiar… La estancia en ese pabellón sin intimidad donde la vida debía ordenarse, organizarse, para evitar la desesperación, resultaba, inevitablemente, una dura escuela de convivencia. Por eso era tan importante ese tejer colectivo.
Las horas que pasaban en esa tarea, la mano izquierda sosteniendo el tejido realizado y organizando entre los dedos los hilos a la espera, la derecha en movimiento perpetuo creando los puntos que iban formando las piezas, eran también una forma oculta, clandestina, de reunión política.
Lo que las unía a todas, la razón de su estar allí, era su militancia. Pero eso también las separaba. La pertenencia a distintos grupos ideológicos, su resistencia y entereza, su inserción mayor o menor, generaba una especie de escala jerárquica y de confianza. En eso, Diana, la cordobesa, la de voz maternal y dulce, también estaba en primera línea. Pero todas esas diferencias parecían diluirse, batidas por el movimiento de las agujas de crochet que las enlazaba, tanto como enlazaba la lana.
Otra actividad que equilibraba una vida tan estática en el espacio como suspendida en el tiempo era la gimnasia. Se hacía en el patio, hueco alargado y estrecho de altos muros, donde sólo se podía ver hacia arriba el cielo, pero que se vivía como una eclosión de libertad, al sentir allí el aire, el sol, la lluvia… Uno de esos patios dónde, en alguna ocasión, un helicóptero había intentado llegar en audaz proyecto de huída.
También era importante para ellas poder tener algunas horas de silencio, de actividad individual: leer, estudiar, escribir, soñar…, para soportar luego el hacinamiento, la falta de soledad obligada. Las literas creaban un espacio propio, un sentimiento de cueva en la parte de abajo y un despegar del mundo colectivo en la de arriba. Allí, en la cama, se creaba una barrera invisible que les permitía estar aisladas.
Esa vida monótona, que les daba la sensación de que siempre había sido así, y que siempre lo seguiría siendo, como si se tratara de una eternidad homogénea, se veía perturbada por algunos acontecimientos que la sacudían. Uno importante era la llegada de alguna nueva compañera, cuando todas se arremolinaban, acosándola a preguntas para saber las causas y recibir las novedades de fuera, allí, sin rejas, sin guardias que escucharan, sin límite de tiempo. Lentamente, se iba adaptando hasta que lograba integrarse en esa sociedad estructurada, y a formar parte también del mundo de los tapices.
Se vio a si misma, sentada en el círculo que formaban alrededor de la canasta, tejiendo aquella corbata larga, estrecha, de bandas horizontales y bordes perfectos, que había dejado inconclusa, cuando fue llamada para un largo viaje, un traslado hacia otro mundo de celdas individuales, sin agujas, sin hilos, donde perdería la relación profunda, que ese acto colectivo de creación había logrado.
El sol le dio de lleno en la cara, vio nuevamente las ramas del árbol que crecía tras los cristales y bajó la vista hacia la pequeña canasta. La aguja que había quedado en el aire, paralizada, comenzó a moverse rítmicamente.
Esas lanas de colores, que descansaban a su lado, eran lo único que lograba enlazarla a aquel pasado que había sepultado en su memoria.