a Mandra
La familia D. vivía en un bosque en la ladera de una gran montaña que tenía los picos cubiertos de nieve. Padre vivía con madre y sus dos hijos en una confortable cabaña de madera.
En los atardeceres de verano, acostumbraban bañarse en el lago y hacían largas caminatas. El pequeño amaba los paseos por el bosque subido a hombros de su padre quien, mientras avanzaba a paso rápido, le contaba antiguas leyendas y le inventaba fabulosas historias sobre la vida de esos animales fantásticos que gustaban imaginar en las noches de acampada bajo la luz de las estrellas. Entonces, padre e hijo inventaban un nombre y describían detalladamente los rasgos de esos seres fabulosos, y Padre los dibujaba sobre la tierra con la punta de una rama, mientras Hijo le agregaba escamas y plumas modelando con sus dedos. Hijo aprendió, en esas salidas, a saber en qué mes estaba mirando la posición de esa bella cometa que, prendida por un hilo del ombligo del cielo, giraba, elegante, sobre sus cabezas.
En invierno, las noches eran largas y muy frías y Padre, cuando volvía de la ciudad, acostumbraba inventar historias de aventuras y misterio, sentado en un sillón frente al fuego. Las sombras iban invadiendo la casa y la voz iba construyendo los personajes, viejos piratas borrachos, indios que avanzaban por los antiguos caminos de los incas, cazadores de osos salvajes, seres que tejían sus vidas en convivencia con las tormentas y las nieves del invierno, los ríos que se desbocaban en primavera, la alfombra de hojas doradas que ocultaban los caminos en otoño y la luz del sol que les quemaba los ojos en los largos días del verano.
12 / 07 / 2002