La hormiga Jacinta

a Dianita Prado Rizo Patrón

Una alegre mañana de sol de primavera la hormiga Jacinta iba caminando por la hierba. Tenía que encontrar una hojita tierna, cargarla sobre sus espaldas y alcanzar la fila para llevarla al hormiguero. Pero Jacinta se encontró de pronto entre un mundo de hojas de un color oscuro, que se levantaban a su alrededor como si fueran espadas. No parecían hojas, tan altas, tan duras. Jacinta empezó a sentirse mal, no veía nada. Avanzaba con torpeza por ese ambiente todo verde. Sólo podía ver eso, su color, a veces totalmente oscuro, a veces algo transparente y más claro como viendo una luz del otro lado y despacito iba buscando su sendero para seguir adelante.
Así caminaba, muerta de miedo y temblando, creyendo que nunca iba a encontrar su hojita ni a las hormigas de su hormiguero, cuando se encontró con un nuevo paisaje. Vio un terreno blanco, inmenso, como si fuera una gran montaña que se extendía para arriba y a los lados, con unos pinchos muy, muy cortos y suaves. Dudó un momento y decidió que nada podía ser peor que ese mundo por donde estaba caminando, donde a su alrededor sólo había las grandes hojas verticales que se apretaban contra ella y la amenazaban.
Comenzó a caminar por ese nuevo paisaje suavemente ondulado. Al poco tiempo, algo empezó a moverse y a temblar bajo sus patas, pero Jacinta se mantenía firme y seguía decidida hacia adelante. Vio que las hojas verdes se alejaban. Ella estaba subiendo y tenía una visión nueva, nunca había conocido nada igual, las hojas aparecían como un manto debajo. Pero Jacinta prefería estar allí que en el antiguo camino, tan cerrado. Ella no podía darse cuenta dónde estaba, sólo veía los pelitos blancos tan cortos que no podían taparla, pero estaba subiendo sobre la grupa de un perro que dormía la siesta sobre la hierba, en el jardín de su casa. El suelo por donde andaba se movía bajo sus pies, como si quisiera echarla. Probablemente, sentía el suave cosquilleo que le producía la hormiga que lo estaba molestando. Como un látigo, algo pasó cerca, rápido como un rayo. Era la cola de Cabezón, el perro sobre el que estaba montada, que se movía para librarse de esa sensación sobre su piel que lo ponía molesto e irritado. Jacinta siguió avanzando, eso no le gustaba demasiado, pero parecía menos peligroso que andar entre los gigantes verdes que la rodeaban antes. Caminó un rato largo, con mucho cuidado. Parecía que iba subiendo, se sentía como viajando por el espacio, más aún cuando el suelo por donde caminaba aumentó su movimiento y ella se encontró mucho más alta. Poco después ya no reconocía la hierba, debía estar lejos para sus ojos que no veían más que lo que estaba muy cercano y chocaba de vez en cuando con algo que aparecía en el camino, de colores brillantes, que la rozaba. Y entonces, algo nuevo sucedió. Eran voces de niños que gritaban: ¡Cabezón! ¡no rompas las plantas! Pero Jacinta no entendía esas voces, sólo se sentía como si tuviera una batidora en su cabeza y seguía andando. Estaba cada vez más arriba y cada vez corría más rápido utilizando a Cabezón como caballo. Pero ella no se daba cuenta, iba avanzando entre los pelos cortos y blancos, sintiendo cada tanto movimientos extraños. Llegó a un lugar en el que el suelo por donde avanzaba temblaba como un terremoto y tenía unos pelos tan cortos que no llegaban ni a la mitad de sus patas. Jacinta se estaba metiendo en la oreja de Cabezón. El perro sintió un cosquilleo que no podía soportar y pensó que tenía que hacer algo para librarse de eso que lo estaba molestando cada vez más.
Jacinta sintió un movimiento más fuerte y muy brusco y oyó un ruido ensordecedor. Cabezón estaba ladrando. Inmediatamente vio una cosa que se le acercó de color rosa pálido y que la tapó como si fuera una nube que hubiera aparecido de golpe esa soleada mañana. Ve cada vez más oscuro, eso se va acercando cada vez más, y mas y mas….
Cabezón se siente liberado. Escucha a Tito, su dueño, un niño de unos seis años.
-Mamá, era una hormiga, por eso Cabezón estaba ladrando.
-Qué has hecho? Le preguntó su madre.
-La dejé subir al dedo y la bajé hasta la hierba, allí la dejé, no quise matarla.
Y así, sin llegar a saber nunca qué había sido esa cosa rosa sin pelos donde había estado por un rato, Jacinta se encontró otra vez en medio de las altas hojas que veía amenazantes y que la rodeaban por todos lados.
Siguió adelante, a ciegas, sin saber qué estaba haciendo, cuando por fin, desaparecieron las grandes hojas y se encontró con la hierba, corta, clara, donde a lo lejos, vio el dibujo zigzagueante de las hormiguitas camino de su hormiguero.
La pesadilla parecía terminar, cargó una hojita y avanzó lo más ráidamente que le permitían sus cortas patitas, hacia sus compañeras.

19 / 04 / 2002

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