En la pequeña cocina del ático de su casa-estudio, Mario, con un repasador atado a su cintura, un vaso de vino en su mano izquierda y una enorme cuchara de madera en su mano derecha que introduce cada tanto en la enorme olla que está al fuego, atiende con atención su guiso de lentejas. Mientras, el cigarrillo, compañero permanente de sus desvelos, espera su turno en un pequeño platito de acero al lado del fuego. El ático es muy especial, una pequeña proa, quizás de unos cincuenta metros, en una esquina donde la trama de la cuadrícula que se extiende infinita, se encuentra con otra que ha surgido girada siguiendo la dirección de un recodo del río, formándose en ese punto singular el pequeño solar triangular de esquina donde aparece la casa , construida sobre los gruesos muros de ladrillo de una pequeña vivienda muy antigua. En la punta de la proa, arriba, en la zona de vivienda, una terraza mirando al Norte con una pérgola, permite gozar al máximo tanto el sol del día como las tibias noches de verano. Una pequeña chimenea , al costado del banco donde nos sentamos, da calor, un paisaje de llamas que crecen y decrecen y el acompañamiento del ruido del crepitar de las maderas, dando un aire romántico y acogedor en los días fríos de invierno. Los muros de ladrillo, apenas pintados a la cal y la prolongación de madera de la pérgola, dan un aire íntimo de hogar a ese refugio inesperado en el corazón de Buenos Aires. Pero ese día hay tanta gente a comer que no cabe allí y ha organizado una gran mesa en el piso de abajo en la zona de trabajo. Está concentrado en su tarea. Ha preparado ordenadamente todos los ingredientes en diversos platos. La carne cortada, la cebolla picada, las batatas peladas y cortadas…Primero dora la costilla de cordero luego la quita y fríe la cebolla, vuelve a agregar la carne con laurel y lo pone a fuego muy lento. Por otro lado hierve las lentejas con mucho laurel y le agrega algunas batatas. En otra olla hierve más batatas. Está constantemente cuidando todos los fuegos y observando. Cuando considera que es el momento justo, pasa el contenido de unas ollas a las otras hasta conseguir trasmutar los gustos y lograr un guiso exquisito. Con su cuchara de madera como batuta de director de orquesta en su mano derecha dirige con amor la alquimia sin haber abandonado en todo ese tiempo el cigarrillo o el vaso de vino en su izquierda.
Desde abajo, se siente un perfume penetrante y agradable, como si estuviera encendido un incienso con perfume de guiso de lentejas. La gente revolotea , mira y comenta, como un anticipo de la conversación en la mesa mientras pica los fiambres, el queso, las aceitunas. Cuando todo está listo, nos sentamos a la gran mesa con su mantel de colores, los vasos, las botellas de vino, la cesta con grandes trozos de pan y en el centro la gran cazuela humeante con la que bajó de la cocina , en la que va metiendo como si fuera un ritual la cuchara y sirviendo en cada plato con aire de estar regalando algo muy suyo, de muy adentro.
La comida se hace muy larga, Mario no es el único gran conversador ese día. Al principio surgen recuerdos de otros días, cuando hizo la paella para veinticinco, cuando quedó preparando hasta las cuatro de la mañana las gelatinas, cuando el asado… Luego, pasadas las primeras sensaciones, calmados ya los humores gastronómicos la conversación toma otros derroteros, la arquitectura, la política, a veces mezclada con comentarios de los últimos cuentos de ciencia ficción leídos o recuerdos de Tucumán cuando iba a caballo por las noches a visitar a una novia que se había echado y , con su chaqueta vuelta, semejando un traje espacial, se paraba en la noche a esperar algún visitante de las estrellas….
Abril 2002
Mario
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