Apagué la computadora, respondiendo a un mensaje de Pilar , que decía por el Messenger, : «Estoy con Jorge, ¿quieres venir a mi casa? “
.¡ Qué sensación de paz se siente al dejar de escuchar su zumbido! Cuando uno está concentrado en la pantalla no se oye nada, pero al dejar de trabajar, cuando la luz y las imágenes no dominan el cerebro, el ruido nos reclama con su molesta insistencia.
Cogí mi abrigo y mi bolso, y me dispuse a partir. La pesada puerta de madera se cerró con un golpe seco a mis espaldas. Bajé los tres pisos y salí a la calle.
Eran las ocho y media de la tarde. A esa hora, estas calles tienen un aspecto mágico. La luz amarillenta de las farolas y la iluminación de los bajos desdibujan las molduras de las galerías. Las texturas de las fachadas y los vidrios, que de día tienen tanta luminosidad por la luz que se refleja y les da vida, se ven, en su mayoría, negros y opacos. Al salir del portal me inundó el sonido de la calle, dominado por el ritmo de las pisadas y las voces que se amplifican como en un escenario al rebotar por entre los gruesos muros de piedra.
¡Compren hoy!, ¡Cómprenla hoy! Esa voz sonora de hombre vendiendo lotería se oía claramente sobresaliendo por sobre el ruido ambiente. En la esquina de casa se forma como una pequeña piazzeta donde a menudo, sobretodo durante el verano, grupos musicales de todo tipo nos alegran con sus ritmos. En esta época viajan por otras latitudes, pero en su lugar están los inmigrantes senegaleses que montan su tenderete de venta de compact-discs. Al pasar a su lado los escuché hablar en su ininteligible jerga. Son realmente simpáticos y amables, y tienen todo tipo de música en su sistema de venta ilegal de copias, por todos consentida y por los compradores totalmente aceptada. Yo, sin dudarlo, me estoy haciendo una colección de música africana.
Como siempre, la calle estaba llena de gente. Iba caminando rápidamente y a medida que adelantaba a grupos y parejas escuchaba fragmentos de diálogos inconexos. Un hombre maduro, más bien bajo y de complexión fuerte, hablaba en voz muy alta con quien parecía ser su mujer, terminando su cháchara en gallego con el “sí oh” típico de las gentes del campo, acostumbradas a la soledad y a gritarle a las vacas. Aunque ya viven en la ciudad y aunque ya no tengan vacas, todavía siguen hablando como si tuvieran que superar distancias. Por ello, levantan la voz de tal modo, que en las calles y espacios cerrados suena en forma atronadora.
Los bares estaban todavía bastante vacíos pero algunos ya atraían a la clientela a través de la música que salía por los parlantes en la fachada. Hoy noté que la música era discreta. En la lucha entre vecinos y bares, en la que unos quieren paz y silencio y los otros el ruido para atraer a los viandantes, parece que los vecinos han logrado una victoria coyuntural. En alguno vi, al pasar, que había un grupo de gente, con sus cuellos estirados mirando hacia lo alto, sus ojos colgados del televisor. Supuse que estarían viendo las noticias del desastre del avión que cayó sobre Nueva York, pero estaba lejos de la entrada y el volumen bastante bajo, así que no me pude enterar de nada. Un poco más allá al pasar por un salón de juegos que estaba muy iluminado y lleno de chavales de unos doce a dieciséis años, salía por la puerta una bocanada de voces entremezcladas con el ruido seco de las máquinas.
A pesar de que era Martes , el ambiente vibraba. Esta ciudad parece estar siempre de fiesta y gentes de todas las edades pululan por las calles hasta bien entrada la noche tomando cervezas o vino y comiendo tapas.
Mientras caminaba, iba mirando las vidrieras iluminadas con sus mariscos ofreciéndose voluptuosos en las entradas de los restaurantes, en los bares todo tipo de oferta gastronómica y en otros locales toda suerte de objetos varios. Salí de la calle bulliciosa y alegre al girar para recorrer el pasaje tranquilo y mucho más silencioso que se forma entre dos grupos de edificaciones modernas. Allí la luz es mucho más blanca y fría, y el lugar no tiene ninguna gracia.
En cuanto caminé unos cincuenta metros, ya sentí el típico sonido del motor de un autobús y vi pasar su roja silueta por la esquina. Detrás apareció otro y, a medida que me acercaba, escuchaba cada vez con más fuerza el ruido de los motores y el chirrido de los frenos de los automóviles. Menos mal que las calles son estrechas y eso limita bastante la intensidad del tráfico.
Crucé la calle San Andrés y subí por la calle del Sol. Ahora ya se veía al fondo la línea de la playa y las luces de los coches pasando por el paseo marítimo sin parar. Pero no iba a llegar hasta allí, a pesar de que la noche invitaba a pasear al lado del mar. Cincuenta metros antes, tendría que doblar para llegar a casa de Pilar y, de camino, pasar por el negocio de Bonsáis. Estaba cerrado, pero se podían admirar detrás de la gran vidriera iluminada. Me gusta mirarlos aunque me invaden sentimientos contradictorios entre el reconocimiento de su belleza y la idea de que son como las cabezas reducidas, un trofeo de caza despreciable que impide a los árboles crecer según su naturaleza.
Muy cerca, se veía a través de su puerta entreabierta la luz de la herrería. Quizás sea la única que queda en la ciudad. Todas han ido ocupando naves en los polígonos industriales y abandonando los locales que han quedado pequeños. No se podía ver lo que hacían, pero era fácil imaginarlo, pues se oía un chirrido inconfundible que por su agudeza se identificaba nítidamente por sobre los demás.
Siempre me pregunto por qué hay tan pocas quejas de los ruidos de la ciudad que nos envuelven con tanta intensidad y fuerza, que son como un paisaje , casi como una forma que nos rodea. Temprano por las mañanas o los domingos y días de fiesta, cuando la ciudad está vacía, se ve como más luminosa y más grande porque están los espacios no sólo liberados de todos los seres que los pueblan, sino también de todos los múltiples ruidos que generan. Y sin embargo, la gente se queja de las gaviotas, que resultan algo pesadas por sus graznidos insistentes, pero que a mí su ruido me resulta más natural , más humano, y es el que me apetece escuchar.
Pensando estas cosas llegué a casa de Pilar, llamé por el portero eléctrico para que me abrieran, tomé el ascensor y bajé en el tercero. Toqué el timbre y enseguida me abrieron. Para llegar a la habitación pasé por la sala donde, como siempre, estaban su madre y su tía sentadas alrededor de la mesita redonda mirando el televisor
Por fin llegué a destino, allí estaba Pilar. A un lado tenía una biblioteca y al otro, toda la parafernalia de aparatos : computadora, equipo de música ,TV, teléfono fijo, teléfono móvil y toda suerte de mandos, el piano … y la silla donde Jorge estaba sentado.
10 / 11 / 2001