Nueve y cuarto de la mañana. La ciudad estaba casi desierta. Sólo trescientos metros me separaban de la parada.
No me canso de gozar de la paz que emana de la atmósfera de esas viejas calles peatonales, del silencio sólo quebrado por el ruido de los pasos, de esa tonalidad homogénea de la piedra y sus cuerpos salientes acristalados con su estructura de madera sabiamente trabajada por los carpinteros de fines del siglo pasado, del perfume a factura que por la puerta de la confitería sale del horno y pasando por las fosas nasales despierta un ansia de saborear una medialuna mojándola en una taza de café humeante.
Pero hoy, de golpe, sentí un ruido ensordecedor, un rugido de motor que hasta hizo vibrar la calzada .Al llegar a la esquina vi, parado frente al Teatro Rosalía, justo frente al amplio soportal de piedra que protege la entrada, un gran camión de color amarillo con luces que giraban por todos sus lados. Estaba aparcado y le salía una larga goma de generoso diámetro por la que largaba un chorro de agua a presión con el que limpiaban alguna cosa en la calle. Los hombres parecían marineros. Vestidos con chalecos amarillos brillantes que contrastaban sobre el color oscuro de sus trajes, tenían un aire de comando de rescate. Pero no sus caras. El que pude ver con detalle tenía una cara lánguida y alargada con gafas finas y un pelo rubio muy cortado que le daban un aire de estudiante.
Seguí caminando, esperando ver, en el muelle que está justo detrás del borde de la ciudad, que lo mira con sus grandes ojos de vidrio que reflejan el sol de la mañana, un gran trasatlántico que me despertara dulces recuerdos de mi infancia. Pero no, hoy no había nada.
27 / 10 / 2001